CAPÍTULO 17. Una buena madre
Mansión Inagawa
Tres semanas más tarde
—Me sorprendes, Nami. Ni siquiera sabía que supieras cocinar.
Miró a su esposa con una sonrisa. Ella también le devolvió otra.
—Nunca hago nada. Pensé que podría gustarte.
Inagawa no pasaba mucho tiempo en la mansión, pero el tiempo que pasaba, si no estaba violándola, estaba reunido con otras organizaciones criminales de la región. Nami no sabía cocinar, cosa esperable de una mocosa que lo había tenido todo desde antes de echar los dientes. Pero al hombre le gustaba humillarla y echarle en cara lo mal que hacía casi todo, así que lo probó. No fue una excepción. Tenía por delante un cuenco con arroz, pero el plato principal era un caldo de un naranja rojizo, con garbanzos y carne picada. Lo probó y estaba algo ácido. Además se había pasado con algún condimento. Se echó a reír.
—Qué puta bazofia.
Ella le devolvió otra sonrisa y se encogió de hombros. Él se la quedó mirando fijamente tras tragar.
—Mírame, Nami —la chica le devolvió la mirada desde el otro extremo de la mesa—. No me habrás envenenado el plato, ¿verdad? Si el matarratas tuviera un sabor, seguro que sería mejor que éste.
Entonces el hombre rompió a reír más fuerte. Sin duda había algo que había hecho mal con la carne y con el caldo. Pero tenía hambre, así que se lo comió casi todo. Aún le quedaban algunos garbanzos. Cuando volvió a observarla, Nami ni siquiera había probado el suyo. No era la primera noche que se iba sin cenar a la cama, así que ya no le extrañaba.
—Nami —ella le miró de nuevo—. Sé que he estado ocupado y que no te he prestado la suficiente atención estos días. Pero no creas que no me he dado cuenta de la cara de mierda que tienes últimamente. ¿Estás saliendo a la calle con ese aspecto?
Nami había pasado malas semanas desde los vómitos, que por supuesto, llevó a escondidas. Su marido tenía el oído fino y el sueño muy ligero, y más de una madrugada se había tragado su propio vómito para no delatarse, al menos el que no había sido provocado por él con sus asquerosos fetiches. Pero el semblante no podía ocultarlo. Tampoco podía ocultar el chichón y el pómulo hinchado a causa de un último puñetazo. Nami le mordió mientras la obligaba a practicarle sexo oral, porque no paraba de atragantarla por enésima vez.
—Maquíllate mejor, haz el puto favor. No quiero que piensen que estoy con una muerta. Estás fea de cojones.
—De acuerdo —dijo sin más, levantándose de a poco. Él la chistó.
—Chst. ¿Qué haces?
—Quiero irme a la cama. Estoy cansada.
—¿Cansada de qué?
Nami ladeó una sonrisa. Miró su plato desde la distancia.
—De cocinarte, mi querido esposo.
—Un niño de cinco años cocinaría mejor esta basura que me has hecho. La carne y el caldo te han quedado ácidos.
—Oh… no seas tan duro… —puso una expresión de lástima fingida, que delataba su ironía, pero él no la entendió y la empezó a mirar iracundo—. Creo que ya tenía desarrollado el sistema auditivo… si te oye… se sentirá muy mal.
—¿Qué coño dices? ¿Estás bromeando conmigo, mujer?
Nami se puso seria, borrando su sonrisa de la cara. Le miró desafiante.
—No.
Él se puso en pie con los labios apretados. Miró su plato vacío y el de ella aún lleno, y frunció el ceño.
—Qué coño me acabo de comer, eh.
Nami no pudo evitar sonreír y reírse, con malicia. Inagawa empezó a perder los estribos y a apretar los puños. Pero nada le preparó para lo que ella le dijo.
—A tu hijo—murmuró, y el hombre sintió por primera vez un escalofrío al ver sus pupilas. Parpadeó acobardado. Vio algo maligno en ella. Nami siguió riéndose, ahora a carcajada limpia—. ¿Estaba rico…?
El hombre, que tenía cuarenta y tres años de edad, se sintió muy pequeño. Había visto cosas horribles en su vida. Había hecho esas cosas horribles. Había hecho de todo… pero al verla y oírla, sentir su diabólica risa mientras le confesaba que acababa de cocinar un feto y se lo puso de comer, sintió auténtico pavor. Tenía que matarla. Tenía que hacer algo, pero su estómago se le repitió, la comida le ascendía por el gaznate por segundos. Su cerebro no asimilaba la información. Cuando recobró algo de fuerza mental, tiró una silla por los aires y caminó hacia el extremo de la mesa rápidamente. Nami siguió riéndose, esperándole en la silla. La agarró fuerte de la coleta y ella gimió, como si le diera placer.
—Qué coño… estás diciendo, Nami… ¿qué coño has…?
—Es un cuento precioso, si lo piensas… custodia compartida… los de Europa lo hacen —dijo relajada, mirándole desde abajo. Sonrió ampliamente—. Esta mañana descansaba en mi vientre… y hoy, descansa en el tuyo…. Espero que seas una buena madre…
El hombre supo que no mentía. Lo sabía. Estaba loca. Le creció una rabia desmedida en el cuerpo, le había humillado y no habría manera de compartir aquello con nadie en sociedad. Pero no podía dejar que se saliera con la suya. Quería dejar de escuchar cómo se reía de él. Sosteniéndola de la coleta y con toda la fuerza que le permitían sus brazos, empezó a estamparla contra la mesa. Nami dejó de reírse al segundo impacto. La golpeó con fuerza tres veces más, cuatro, cinco, hasta que la sangre comenzó a adornar el mantel y Nami intentó levantar el cuerpo de la silla.
—No vivirás para contarlo —le susurró al oído antes de volver a estamparla. Nami casi pierde el conocimiento, y sentía la nariz partida. Se trapicó con sus propias respiraciones, tosiendo y escupiendo sangre, y dio un quejido cuando la levantó del brazo y la tiró al suelo de rodillas. Agarró su blusa con las dos manos y la rompió. Nami trató de escapar y ponerse en pie rápido, pero él la pisoteó de la nuca y la tiró al suelo; la seguía oyendo toser y escupir sangre, pero no era capaz de sentir lástima alguna por ella. Esa mujer iría al infierno, y si él iba detrás, deseó que no les tocara compartir condena cerca. Lanzó una plegaria al techo, rezándole a Dios que le perdonara por lo que iba a hacerle a su esposa. Nami empezó a desternillarse de risa de nuevo.
—¡Dios no te perdonará, RATA! ¡ARDERÁS EN EL PUTO INFIERNO! ¡JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA!
El hombre tembló y se quitó el cinturón. No podía soportar que se riera así de él. Lo dobló por la mitad y cargó el brazo con fuerza, y entonces la azotó en la espalda. Nami dio un respingo al no esperarse el latigazo. Él gimió con fuerza y le sacudió otro más, con toda la fuerza que podía emanar de su rabia, y aquel impacto le marcó la espalda en una línea rojiza inmediata. Dejó de reírse. Estiró el brazo para alcanzar algo a lo que sostenerse, pero él la agarró y forcejearon. Nami tiró del mantel y la comida junto a toda la cubertería cayó al suelo, rompiéndose y haciendo un estruendo. Él le pisó la mano y siguió golpeándola, una y otra vez, hasta que por fin, tras varios latigazos, su piel se abrió y la oyó llorar.
No es humana… llora para que pares. Maldita zorra sin escrúpulos…
Pero Nami no lloraba para que parara. Lloraba por el daño inconcebible que estaba recibiendo. Trató de escapar de él pero la pisó más fuerte. Dio un grito desgarrador cuando los latigazos caían sobre la raja abierta y le rasgaban la carne viva. Balbuceó adolorida tratando de agarrar algo con la única mano que le quedaba ya libre… y lo logró. Ocultó el utensilio en su puño cerrado y lo dejó a cubierto bajo su vientre. El hombre siguió azotándola y Nami volvió a romper en llanto, tensa y aguantando la posición como podía.
—Perdóname… perdóname… —decía mirando al techo el hombre, antes de volver a azotarla. La veía temblar cada vez que le impactaba. Nami cerró más fuerte el puño sobre el objeto… pero si seguía esperando el momento para escapar la acabaría matando de verdad. Un nuevo azote le llegó y sintió que aquel dolor iba a partirla. Cada vez que creía haberse acostumbrado a la corroyente punzada, tan lacerante, un nuevo latigazo le demostraba que había otro escalón más para el sufrimiento físico. Su marido sintió su ego temblar cuando la chica cerraba los labios y no emitió más llanto. Era capaz de controlar las emociones cuando ya llevaba un rato provocándole el mismo dolor. A pesar de que su espalda temblaba con cada impacto y que nuevos hilos de sangre brotaban de la piel abierta y agrietada, Nami mantenía la postura arrodillada y con la cabeza postrada en el suelo, ya sin gritar. Así que aquello ya no estaba generando el efecto deseado. Soltó el cinturón y la volvió a agarrar del pelo. Tenía la espalda destrozada.
Su preciosa espalda, destrozada… pero son heridas curables después de todo.
Ella le había manchado el ego y el honor y para eso no había solución. No dejaría que esa mujer volviera a ver la luz del día. Hubiera procedido a violarla dolorosamente, pero había descubierto que Nami le provocaba temor después de lo que había sido capaz de hacer. Prefería no entrar en su interior nunca jamás. La agarró del brazo y la obligó a andar. Nami respiraba agotada y caminaba a tropezones, tenía los ojos enjuagados por haber llorado, y mantenía el puño bien cerrado con el cuchillo escondido de la visión de su marido. Él la empujó sobre la cama y pasó la mano bajo el colchón, rebuscando su pistola.
Pero no la encontró. Y eso le asustó.
Si no estaba allí, era porque Nami la había encontrado antes.
—¿Dónde coño la has puesto? ¿Eh? ¡¡Dónde!! —le chilló hablándole de cerca. Nami juntó los labios mirándole con un asco inconcebible, manteniendo cuidadosamente las manos tras la espalda. Esperaba el momento justo. Pero el no contestarle tuvo un precio caro, porque fruto de sus nervios, Inagawa le arrancó el sostén del cuerpo de un tirón y le retorció un pezón con tantísima brusquedad que Nami gritó alarmada. No pudo más. De un movimiento veloz y preciso le rebanó la garganta, dibujando un tajo tan perfecto y vertiginoso que incluso tardó en sangrar.
Nami quiso clavarle el cuchillo en el ojo mientras los borbotones de sangre salían a chorros de él, pero su mirada calculadora fue a parar a las cámaras del dormitorio. No le convenía. Iban a investigarla. Soltó rápido el arma y por fin, después de aquella inhumana tortura medieval, se pudo permitir sentir el inmenso dolor que su cuerpo sentía. Él fue mareándose deprisa, con las manos pegadas a su gaznate. Nami le empujó hasta dejarle bocarriba y se volteó un poco en su dirección dándole la espalda a la cámara. Su mirada felina se congratuló, y su semblante se mostró infinitamente aliviado.
—Date por afortunado. Tenía una muerte preparada para ti infinitamente más dolorosa, después de toda la mierda que me has hecho vivir. No te importará que me quede con todas tus propiedades, ¿verdad?
El hombre boqueaba nervioso, sin poder articular ni una palabra. Tanteó a decir algo, pero la sangre salía más rápido cuando lo intentaba. Nami siguió aprovechando su perspectiva con respecto a la cámara para aproximarse un poco más a él. Retrajo saliva y se la escupió en la cara.
Inagawa murió a los escasos quince segundos, sus palmas dejaron de ejercer fuerza alguna, y como era de esperarse, en cinco minutos la ambulancia y la policía estaban gritando para que alguien abriera la puerta. Nami estaba con la suficiente adrenalina, motivación y dolor corporal para forzarse un llanto que quedara genuino, y lo logró. Tres sanitarios especialistas en atención urgente llegaron hasta el dormitorio donde Nami estaba ovillada con la espalda abierta, enteramente llena y salpicada de sangre y heridas. De los tres, uno era una mujer entrada en carnes, con la cara bonita y unas gafas que le daban un aspecto intelectual. Nami se refugió semidesnuda como estaba en ella, abrazándose fuerte contra sus tetas mientras la mujer trataba se examinarle las heridas correspondiendo a su abrazo.
—Pobre chica, estarás asustada… —murmuró la mujer. Nami asentía y la rozó bien de ambos senos al pasar el brazo para abrazarla.