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CAPÍTULO 31. La tortura astral

“Nami…”

Inagawa llevaba pasando muy malas noches desde la utilización del último hechizo. Había vomitado después de marcharse de casa de Kitami; los dolores postoperatorios habían regresado igual que cuando acababan de operarla y tenía molestas interrupciones del sueño. Lo achacaba a tener que quedarse en casa de su padre, una casa a la que sabía, tarde o temprano prendería fuego cuando estuvieran todos los miembros de su familia en alguna cena navideña. Con esa orgásmica imagen se quedó dormida, con las llamaradas ganando altura, igual que los gritos de sus primos y sobrinos pequeños chillando mientras se les chamuscaba la epidermis. Pero la sensación agradable se terminó rápido. El calor de una mano suave la turbó, y fue como si algo la agarrara sin fuerza del tobillo y la atrajera hacia la superficie terrestre. Ya no veía la casa en llamas, aquello había perdido importancia en el cuadro del sueño, así como ella misma, que bajaba y bajaba. Ya no estaba por encima de ellos. Seguía percibiendo la tersidad de aquella mano. Movió los ojos y casi le dio un vuelco al corazón. La figura era otra mujer. Una mujer larga, delgada, con los ojos grandes y de un marrón claro hipnotizante.

“Nami… deshazte del libro…”

¿Qué…?

El cuerpo terrenal de la morena tenía el ceño muy fruncido, cubierta entre sus sábanas. Pero ver a su madre en sueños era una experiencia que Nami detestaba, porque la hacía sentir inmensamente vacía y desamparada. Era la segunda vez que la veía. Enseguida, su cuerpo comenzó a sudar por la tensión retenida. Balbuceaba incómoda.

En el interior del sueño, la mujer la tenía fuertemente agarrada de la mano y la incitaba a seguir trotando en alguna dirección, sumida en el bosque. La mansión Kozono ya hacía rato que desapareció, el calor del fuego no se sentía ni se olía la carne quemada de sus primos. Nami se negaba a deshacerse del libro. Y aquella mujer espiritual lo sabía. Nami dio un tirón hacia atrás para detenerse, pero no tenía ningún tipo de fuerza frente a ella.

—Déjame en paz, joder.

—¿Joder…? —murmuró, su voz se hincó haciéndose eco en su mente. Paró de andar y la soltó poco a poco, y entonces, volvió a acariciarla del rostro—. Nami…

La joven giró en sus talones para buscar otra ruta por la que escapar de ella, pero su imagen la seguía, la tenía de frente allá donde mirara. Nami empezó a blasfemar, gritándole insultos a su calmado y sereno semblante, pero la mujer no hacía otra cosa más que sonreír con dulzura, y volvía siempre a acariciarla. La parte oscura de Nami la hizo enrabietarse deprisa y trató de empujarla con todas sus fuerzas. Pero la mujer no parecía estar vinculada a las reglas de la física. Sus brazos no cedían, su cuerpo no cedía a su violencia. La joven comenzó a desesperarse.

—¡¡SUÉLTAMEEEEEEEEEEEEEEEEE!! ¡¡SUÉLTAMEEEE!!

—Deja de hacer daño… deja fuera la oscuridad…

Y seguía mirándola con la misma calma que la primera y única otra vez que la vio. Volvió a intentar zafarse de su cercanía y la mujer murmuró unas palabras ininteligibles mientras situaba la palma de la mano en su pectoral izquierda. Nami sintió que una especie de calambre la sobrecargaba desde el pecho hasta el estómago, y su diafragma se retrajo. Sintió que una fuerte arcada la invadía, una sensación asquienta, algo horrible que se aproximaba a sus fauces lista para ser escupida. La mujer le indicó en un susurro que lo hiciera. Que escupiera aquello.

Pero no pudo hacerlo.

Cuando abrió los ojos sobre su cama aún en fase de dormición; mentalmente tuvo la horrible sensación de que la arrancaban dolorosamente del plano astral donde se encontraba reunida con su madre, y que de la misma forma lenta e hiriente volvía a ser dueña de su cuerpo.

—Nami… Nami, por favor… ¿estás bien…?

Odette era la única otra persona que acompañaba a Nami en la mansión Kozono, excluyendo a los guardias. Siendo interina y teniendo a Nami tantas horas cerca desde que ésta se había trasladado, su cariño por ella se había incrementado. La había oído gimotear con dolor, y debido a que dormían juntas esa noche, la despertó.

Inagawa despertó de un abrupto movimiento y sus dos manos fueron a pararle al cuello. La otra gritó asustada, llevándose las manos rápido al cuello para intentar quitárselas. Nami parpadeó exaltada y al reconocerla dejó de estrangularla, respirando rápido. Odette se alejó sin salir de la cama, mirándola con una mano sobre la garganta. Quiso preguntarle cuál había sido la pesadilla, pero de pronto se preocupó al verla destaparse y caer a gatas sobre el suelo, vomitando sobre el mármol.

—Nami, dios mío. ¿Te habrá sentado mal la cena?

Fue corriendo a ponerse algo de ropa y tomó un cubo de la sala de limpieza, junto a la fregona. Nami casi pierde la fuerza en los brazos, que le temblaban sin parar. Pero paró de vomitar pronto. Se agarró al cabecero para ponerse en pie lentamente. Sus pupilas fueron a parar al libro negro, oculto con disimulo en la estantería. Odette trapeó rápido el suelo y acompañó a Nami, acariciándola del hombro.

—¿Hablas conmigo, por favor?

Nami tragó aquella saliva ácida. Le dolía la cicatriz de su operación muchísimo, como si la hubieran vuelto a apuñalar. Suspiró en un tono bajo y miró a Odette de reojo.

—Sólo era una pesadilla. ¿Podrías traerme algo de beber que me quite esta sensación?

Odette asintió rápido y dejó el cubo fuera de la habitación; bajó a la cocina. Nami estiró un poco el cuello para asegurarse de que se había marchado, y cuando la perdió de vista, caminó hasta la estantería. Levantó el brazo hasta los estantes más altos y sacó un libro muy finito y antiguo, descolorido, que se mimetizaba fácilmente con los demás. Al sostenerlo en sus manos, fue a una página concreta y extrajo una fotografía.

Cuando Odette subió con algo de té frío, la oyó cepillándose los dientes en el baño. Dejó el vaso en la mesita de noche y vio por el rabillo del ojo un caldero de pequeño tamaño que tenía una especie de pliego colocado en la boca. No cotilleó. Esperó pacientemente a que Nami saliera y le sonrió preocupada.

—¿Cómo te sientes…?

—Mejor —musitó. Entonces Odette observó que traía consigo una caja de cerillas. Extrajo una y la encendió, aproximando la llama al pliego. Se inclinó para quemar aquella misteriosa fotografía, pero de la nada, la llama se apagó. Nami miró la cerilla y se quedó traspuesta.

—¿Puedo verla?

Nami aún estaba asimilando que la llama se apagara sin una sola ráfaga. Apretó la mandíbula. Desconocía por qué alguien a quien nunca llegó a conocer en vida más de unos minutos podía causarle tantos quebraderos de cabeza. No había espacio para el amor en su corazón, tan sólo lo había para la sed de poder y para la violencia, y sus derivados directos, que eran la envidia y la rabia. Pero si no obtenía lo que quería o la rabia y violencia no proporcionaban lo que buscaba, había un tercer sentimiento que la importunaba especialmente, y era el dolor a secas.

—Sólo es…

—¿Puedo? —inquirió, pero ya con la punta de los dedos rozando la foto. Nami entreabrió los labios sin saber qué decir. Odette sonrió dulcemente y tomó la foto sin esperarla. La desenrolló, y observó en ella a una mujer preciosa, muy cansada, tomando a una criatura recién nacida. Saltaba a la vista que acababa de nacer. Un Rukawa diecisiete años más joven sonreía mientras su dedo tocaba la diminuta cara de su bebé—. ¿Eres tú… es tu…?

—Dámela —se la quitó de las manos, haciendo que Odette se controlara.

—Perdona… supongo que no tienes muchas fotos de tu madre.

—Sólo esa —ladeó una sonrisa—, mi padre lleva años buscándola.

—¿Se la quitaste por algo?

—Sé que la buscaba simplemente porque se la quité de entre sus libros. Siempre dije que le chantajearía con algo, hasta que careció de sentido cuando pasaron los años. A mí se me olvidó que la tenía ahí escondida, y él dejó de buscar.

—Entiendo —miró la foto a distancia y sonrió—. Tu madre era muy guapa, te pareces a ella. Podrías decirle a tu padre que la encontraste, se pondría contento.

—Sí… se pondría muy contento —murmuró manteniendo la sonrisa. Rasgó una segunda cerilla y prendió de nuevo la llama. Esta vez no se tambaleó. Odette borró la sonrisa de sus labios cuando vio que la prendía de una esquina. Nami sacudió la cerilla y elevó entre sus dedos la foto por el otro extremo, observando fijamente cómo se consumía aquella imagen.

Odette sintió ganas de llorar por algún motivo. No era tan partícipe en su vida, pero al mirar a Nami y verla sonreír con aquello, la mortificó un poco. Tragó saliva y miró también cómo se consumía la foto.

—¿No te da pena…? —dijo—, no tienes más fotos con ella…

—A ver si así deja de torturarme.

Metió la foto en el caldero y pronto llegó hasta ellas el fuerte olor del papel quemado. Nami miró tranquila cómo el rostro de su madre era consumido por el fuego. Notó que Odette se le pegaba por un lado y la acariciaba del pelo, pero ésta, algo indemne, se inclinó a por el té y se lo bebió de tres sorbos. Después le devolvió la mirada, curvando una sonrisa. Dejó el vaso en la mesa.

—¿Tu madre era la que te torturaba en el sueño? —preguntó la más baja.

Nami dejó de sonreírle.

—¿Por qué coño me hablas de eso?

—No, yo… perdona… no era mi intención hab… —Nami la tomó de ambas muñecas y las elevó con una mueca pérfida.

—Tu intención —la interrumpió, sonriendo brevemente—, es darme placer. Y lo estás haciendo muy bien.

Empujó a Odette con fuerza sobre la cama, donde rebotó antes de recibirla de lleno. Le abarcó la boca rápido, y la poca ropa que se había puesto, comenzó a quitársela.

Tener sexo con Odette era todo lo insultantemente fácil que era tener sexo con cualquier persona para Nami. No había supuesto ningún reto manosearla por primera vez ni tampoco tenía que tomarse molestias porque fuera virgen: ya venía aprendida de antes. Le gustaba que la follaran duro y cumplir con el rol sumiso. Así que para la japonesa fue un alivio ver que esa sirvienta sólo abría la boca para darle placer o para gemir, y no para lloriquear adolorida o rogándole que se detuviera. Nami sabía lo bella que era, y aquello le venía muy bien para mantenerlo presente. Para recalcar que era Reika la mujer extraña y que no tenía sentido que le pidiera parar.

No pegó, aun así, ojo en toda la noche. Dio vueltas sin parar en la cama incluso después de follarse a su criada dos veces. Cada vez que estaba a punto de conciliar el sueño, la tormentosa imagen de esa mujer pidiéndole que quemara el libro volvía a ella.

No lo haría.

No quemaría el libro.

Antes te quemé a ti.

“No hagas más daño…”

Se lo haré. Para demostrarle lo que es el auténtico dolor, y no de lo que se ha estado quejando. Para oírla llorar y berrear como un puto bebé, ansiosa por refugiarse en los brazos de su mami. Y para demostrarte a ti, y a la mierda de familia que tengo, que no tienen ningún poder sobre mí.

Horas más tarde

A las siete de la mañana, cuando Odette ya se había preparado para iniciar la jornada en la mansión, Nami se vistió y solicitó los servicios de un chófer diferente. Éste apareció en un 4×4 de cristales polarizados y desbloqueó las puertas, sin salir para abrirle. Nami se colocó unas gafas de sol y se metió en el asiento copiloto.

Una vez iniciado el trayecto hacia las canteras, muy alejadas de su propiedad y de la ciudad, Nami abrió la guantera y tomó el revólver. De un movimiento rápido abrió la recámara y comenzó a introducir las balas una a una. Metió la recámara rápido y dejó caer el arma en su bolso. Sonrió un poco. Era un revólver antiguo, de su abuelo. Le gustaba el diseño.

—Llegamos.

Nami asintió.

Abrió la puerta y estiró un poco las piernas, se le habían entumecido de haber estado esas dos horas ahí sentada. Miró a los alrededores: el sol no brillaba, permanecía completamente oculto tras unos nubarrones. Las canteras, extendidas hasta donde el ojo humano alcanzaba a ver, estaban llenas de depósitos y de fosas. Algunas de esas fosas habían sido escondites varias veces. Bax el ruso, sicario de confianza de los Kozono y trabajador predilecto en los deseos de Nami desde que era una niña, se encontraba en aquel momento trabajando allí, descamisado y enterrando dos cadáveres que Nami no conocía. Estaba acompañado de una mujer que se estaba inyectando heroína entre los dedos del pie, mientras movía rítmicamente la cabeza al son de alguna canción de sus auriculares.

—Ruso —Bax dejó de cavar y miró hacia la voz. Curvó una sonrisa y quitó la mano derecha de la pala para saludarla.

—¡Eh! ¿Qué haces por aquí, niña?

—Deja eso. Acompáñame.

Bax y la otra mujer cruzaron miradas un segundo. Soltó la pala y se agarró al borde de la fosa, impulsándose con sus portentosos brazos para salir. Con una toalla sucia se secó la cara del sudor mientras avanzaba a ella y al grandullón que custodiaba el 4×4. Aquel cabrón fue el que le dio mala espina. No era su chófer de siempre. Nami se bajó las gafas de sol y le sonrió brevemente.

—¿Qué hiciste anoche con Kitami?

—Lo que me pediste. Dejarla en su camita, arropada como las niñas buenas.

—¿Y antes?

El rostro de Bax perdió algo de tranquilidad. Sus facciones eran toscas, pero aun así, no pudo disimular bien.

—Lo que me pediste, ni más ni menos.

—Usé la droga que me diste. Pero aun así ha recordado cosas.

—¿La hiciste tomar todo el vaso, hasta el final?

Nami sabía que Reika no bebió del todo el vaso. Dio un paso más cerca de él, y el chico se sintió tentado a darlo atrás… pero no lo hizo. Le aguantó la mirada.

—No. Le faltó algún que otro buche.

—La dosis estaba ajustada a una mujer de sesenta kilos. Si no se lo bebió todo, no esperes que el resultado sea el esperado.

—Sí, es una lástima. —De repente Bax dio un respingo al verla sacarse de atrás un revólver y rascarse la sien con él, como si le costara recordar algo. Elevó las manos hacia ella, sabía que le había pillado. Lo sabía. Nami prosiguió—. La muy zorra, que dice que la violaron en el callejón de al lado de su casa. ¡Jajajaja! ¿Te lo puedes creer? Un hombre no japonés. Blanco y de pelo claro. Con corta melena.

—Baja eso, Inagawa —pidió con el tono oscuro. Él no era ningún pelele, tenía el pulso firme. Miraba muy atentamente dónde tenía situado el dedo Nami. Aún no lo tenía sobre el gatillo.

—Necesito saber qué hiciste. No te preocupes. No dispararé si eres sincero. Mataré a esa puta yonki que hay al lado de la fosa.

El chico apretó la mandíbula, esa mujer era su novia. Trató de serenarse y seguir manifestando sus nervios de acero.

—Cuando la saqué del maletero y la cargué me gustaron sus pechos, ¿vale? Venía cabreado por haber discutido con esa de ahí. Y como venía calentito, me desquité.

—¿Llegaste a correrte dentro de ella? —preguntó, sin miramientos.

—Sí, lo hice.

Los ojos de Nami perdieron la poca esencia de simpatía que le quedaban. Lo miró fríamente, moviendo los labios lo menos posible.

—Te has follado a mi puto juguete.

—Ah, vamos. No seas una lesbiana rencorosa. Llévala a tomar la pastilla esa del día después.

—Harán preguntas. Tienen mucho cuidado con cada pastilla que dan a las menores de edad. Si inician una investigación, acabas entre rejas. Y me expones a mí.

—Pídesela entonces a tu papaíto. A mí qué coño me cuentas. Búscate la vida. Yo sólo cobro por…

—Cobras por no dejar pruebas. Qué decepción, Bax… —de repente, también se fue de su rostro el semblante de enfado que estaba adquiriendo. Lo miró con una fingida lástima y suspiró, dolida—, con lo bien que me caías… tanto tiempo colaborando… para que decidas tirarlo todo por la borda.

—No hice nada a esa chica que tú no le hubieras hecho antes —masculló, iracundo—. Por lo menos yo traté a esa puta con algo de ca…

BANG.

La mujer que había frente a la fosa recibió un disparo certero, que propulsó su cabeza y su cuerpo en redondo hacia delante. Se precipitó dando volteretas hacia la fosa que su novio había estado cavando.

—¡¡TE VOY A…!! —desenfundó su arma y quiso apuntar a Nami. Pero entonces una potente y ruidosa lluvia de balas salieron escupidas del subfusil del nuevo chófer, y atravesaron el cuerpo desnudo del ruso. Éste gangueó con la boca, que se le llenó enseguida de sangre, y soltó la pistola con la que iba a arremeter contra su jefa. Nami abrió los labios y emitió un agudo suspiro de cansancio. Su padre la abofetearía hasta dormirle la cara por aquello. Era un sicario valioso y de confianza. Pero la había desobedecido. Así que se merecía estar como estaba. Se acercó a él apuntándole, seguía tosiendo débilmente sangre sin parar. El chico la miró sin poder hacer nada, boqueando desesperado mientras el charco de sangre bajo él crecía. Nami le apuntó a la cara… pero al ver cómo gimoteaba agonizando y seguía escupiendo sangre, sonrió y no lo hizo. Dejó que se desangrara sufriendo. Le disparó en la entrepierna, y luego en la rodilla. El chico gimió y convulsionó unos segundos, antes de atragantarse con su propia sangre y perder la movilidad de sus ojos. Murió a los pocos segundos.

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