CAPÍTULO 33. Desvanecimiento
Las autoridades hablaron con todos los que había que hablar, incluyendo a Nami y su familia. Se solventaron varios huecos de investigaciones que la rodeaban y se reabrieron otros casos; uno de ellos, el de la desaparición de Saki al encontrar el libro de magia negra que en teoría debería haber estado en la taquilla del aula subterránea. Nami empezó negándolo todo, pero al final, viendo que no había manera de sostener ya sus coartadas, tuvo un ataque de risa y reveló, punto a punto, todos sus crímenes. El abogado de la chica no pudo hacer nada por evadir la pena de muerte. Lo que sí logró la influencia familiar fue tener una reunión apartadamente con ella en uno de los escondites de la mafia.
Rukawa había pensado largo y tendido sobre el asunto. Aquello les salpicaría lo hicieran como lo hicieran, no podían negar la participación de Nami Inagawa en todos los crímenes que ella reconoció, lo que perjudicaba también los negocios “blancos” que custodiaban sus organizaciones, comenzando por la mismísima Academia. Habían muchas cosas que gestionar al respecto y todas ellas corrían prisa, pues la pólvora estaba a punto de hacer el ruido mediático que no necesitaba y que resultaría imparable. Pero ni el mismo Rukawa podía ignorar lo que esas páginas del misterioso libro de ocultismo tenían escritas. Nami había arrancado algunas e incluyó en la parte del final un cuadernillo personal grapado en la cubierta. Al hojearlo hacia arriba, como un fichero, Rukawa leyó aquellas líneas escritas por su hija, captó que eran una especie de conclusiones personales tras probar hechizos. Pero también relataba sus sueños, pesadillas y sus macabros significados. También todos los pensamientos intrusivos que llevaba haciendo realidad desde que era niña. Rukawa leyó, con pesar y dolor, la carga que sentía Nami al tener que ocultar su lesbianismo en público por ser quién era, pues se consideraba una mujer pudiente y mejor situada que cualquier otra persona, mejor que cualquier media, le era ridículo tener que esconderse. Se había prometido dominar el mundo, empezando por círculos pequeños creando su propia secta. Sabía el funcionamiento de los negocios familiares, pero tenía que aprender mucho más, y a eso quería dedicar la juventud. Mientras tanto, simplemente se dedicaría a disfrutar de las mujeres que le gustaban. Cuando leyó todo lo que le había hecho a Kitami, supo que ese libro debía ser quemado definitivamente.
Despacho secreto de la mafia
Rukawa miraba a Nami mientras daba una profunda calada a su puro. Nami le devolvía una mirada inexpresiva.
—¿Dónde viviré? —le preguntó a su padre. Éste sonrió levemente.
—Das por sentado que voy a salvarte de ésta, ¿verdad?
Nami se encogió de hombros y se dejó caer con fuerza al respaldo de la silla. Su padre la observaba de hito en hito tras la mesa del escritorio.
—¿Dónde viviré? —repitió.
—Donde tú quieras.
—Estados Unidos —dijo al cabo, asintiendo pensativa—. Necesito que me busques las asignaturas relativas a la carrera de Criminalística. Y de Derecho.
—¿Para aprender cómo encubrir mejor tus crímenes?
Nami sonrió de oreja a oreja.
—Los Inagawa te buscarán problemas ahora que saben todo lo que he hecho. Estás bien jodido, eh…
Rukawa sonrió, intentaba mantener la calma. Nami le hizo un gesto de señalar su puro con el mentón.
—Hacía tiempo que no fumabas. ¿Es que estás nervioso…?
—Lo estoy.
Porque sé lo que está a punto de ocurrir.
Nami bostezó y miró el despacho, aburrida. El hombre trató de recomponerse.
—Hay algo que quiero decirte, antes de que te subas al jet —Nami le devolvió sin más la mirada—, tendrás que perdonarme. Parte de la culpa es mía… pero jamás pensé que este sería el resultado.
Nami arqueó una ceja sin entenderle. De pronto oyó un chirrido a sus espaldas, y cuando volteó la cara, un tiro le atravesó el cráneo, saliendo directo a clavarse a la mesa. Su cuerpo cayó de lado sobre el escritorio, con la mirada abierta y fija en algún punto del despacho… muerta. Rukawa se quedó mirándola, aparentemente impasible, pero cuando colocó el puro en el cenicero, salpicado enteramente de la sangre de su hija pequeña, la respiración se le fue desacompasando. Un charco de sangre comenzó a crecer bajo la cabeza de la joven, y la manga impoluta de su blusa blanca, que había caído cerca de su rostro sobre la mesa, empezó a teñirse, al igual que se comenzaron a teñir de rojo el resto de papeles allí depositados. Rukawa levantó la mirada a su hijo mediano, que tenía los ojos empañados en lágrimas contenidas. Se enfundó el arma. Entró de un estruendo el hermano mayor, Hikaru, que dio un gemido de shock al presenciar a su hermana volcada sobre el escritorio, aún con el cuerpo de cintura para abajo sentado sobre la silla. Tragó saliva y miró a su padre. Sintió que la garganta se le atragantaba por el dolor.
—… Te lo dije. Te dije que… no estaba bien.
—Recógela.
—¡TE LO DIJE! —le gritó dolido, y toda su carcasa de hombre fornido y duro se rompió, empezando a sollozar mientras se inclinaba hacia su hermana y la separaba del escritorio. El cuerpo de Nami era largo, pero no pesaba mucho. Cuando la tomó en brazos bocarriba la observó, apretando los labios. Nami tenía los ojos totalmente abiertos, perdidos en dirección al techo, y su cabeza se ladeó hacia afuera cuando la separó del todo de la mesa.
—Ella tenía el demonio dentro —musitó Yudai, frotándose los ojos—. Nadie quiso creerme… y aquí están las putas consecuencias.
—¡Él no quiso creer! —gritó Hikaru, refiriéndose a su progenitor.
—Basta —murmuró el patriarca—, basta…
—¿¡Basta!? Te lo dije mil veces… —Hikaru apretó los dientes— ¿Y ahora qué? ¿ahora qué, eh? Está muerta, MUERTA —la apretó contra sí, mordiéndose el labio.
Jamás olvidaría la tensión retenida hasta tal punto que sus hijos mayores lloraran delante de él. Ni el impacto de bala en el cráneo de Nami, que la desvaneció sobre su escritorio y manchó todos sus papeles de sangre.
—La veremos pronto. Algún día.
—Habla por ti. Hablad por vosotros —dijo cabreado el mediano—. Prefiero el destierro antes que seguir trabajando para cualquiera de los dos. Esto es lo último que me envías hacer —desenfundó su arma y la dejó con fuerza sobre el charco de sangre del escritorio. De un portazo seco, salió corriendo del lugar.
Hikaru no podía renunciar así como así. Si se iba, su padre quedaría solo con el peso de todos aquellos negocios. Y sabía que desde que su madre había muerto pariendo a Nami no había vuelto a ser el mismo. Sorbió por la nariz y titubeó al volver a mirarla, por última vez. Hasta muerta daba miedo, pero… ya no tenía poder alguno. Ni haría daño a nadie más. Se había ido. Cerró los ojos, guardando la imagen de ella cuando era más pequeña y su mayor pecado había sido pintarrajear las paredes de toda la mansión con ceras. Se quedaría con aquel pensamiento. Sí. Se quedaría con eso. Porque hasta incluso su hermano menor, el que acababa de desertar, sabía perfectamente que Nami no sólo estaría en busca y captura un tiempo si encubrían su escape, sino que acabaría con más vidas completamente inocentes… por cuestiones de placer o aburrimiento.
Volverían a verse y a hablar algún día. Ella, su padre y él, por la infinidad de crímenes que habían cometido, que cometían y que seguirían cometiendo. Y lo harían en el infierno.
Rukawa había visto tachones en la última página que su hija había escrito de su puño y letra. Pero todo era legible.
“Mi madre se me aparece en sueños.
Me atormenta muchísimo.
Me hace sentir mal, igual que a veces lo hace Reika. No sé por qué ellas tienen ese poder sobre mí. Es una luz molesta.
Finalmente he quemado la única foto que tenemos juntas.”