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  • Paradero Desconocido

CAPÍTULO 34. Epílogo

Yudai acababa de dejar flores frente a los restos de su hermana en el mausoleo familiar, pero se sentía en deuda con alguien más. Caminó por varios kilómetros en soledad y se personó en el cementerio público.

Cuando llegó a la lápida de Reika Kitami, vio una enorme decoración floral a su alrededor y en su nombre. Todas recientes. De distintas especies, formas y colores, y todas depositadas por personas que la habían conocido y amado. Vio a una chica de pelo rosa devastada, que al notar la presencia de alguien más gimió enrabietada y se marchó corriendo. Él no le prestó atención. Había estado observando con cautela el perímetro antes de cometer la insolencia de pisar la misma hierba donde descansaba el cuerpo de un alma tan pura como la de esa chica. Antes de que la pelirrosa se marchara había sido acompañada por Riku Taki, el joven que fue su novio un corto tiempo y un imbécil que tampoco fue capaz de ayudarla.

Nadie fue capaz.

Se sentía mortificado. Suspiró y dejó un ramo pequeño y discreto apoyado sobre la roca cuando estuvo solo. Se humedeció los labios e inspiró hondo, orando unos minutos por su espíritu. Pero ni siquiera podía concentrarse en los versos. No paraban de atormentarle los recuerdos de él dándole la llave a Kitami, diciéndole de dónde coger un montón de dinero mientras ella recibía esa información con cara de miedo y desconcierto. ¿En qué momento pensó que darle esa responsabilidad a una cría de diecisiete años era ayudarla? Era un cobarde. Había sido un cobarde. En el organismo de Kitami habían encontrado restos de tantas sustancias ilegales que había salido escaldado hasta el sanitario de la Academia Kozono, por la facilidad con la que Nami robó medicamentos con principios activos que favorecían el estado de dormición parcial en la que estuvo para facilitarle el violarla. Pero no fue lo único. Para ir sobre seguro, Nami había pedido al ruso otra droga más. Todas las declaraciones las había dado con lujo de detalles, muerta de risa ante la cara de asco y repulsión de los agentes. Todo porque sabía que era Nami Kozono, Nami Inagawa, futura líder del mundo, de la humanidad, y sus aires de grandeza no iban desencaminados… Nami iba a desaparecer de la noche a la mañana. Para Rukawa no era difícil fingir una muerte ajena, pero con Nami haciendo de las suyas, aquello iba mucho más allá.

Aquel fatídico día donde ocurrió todo, Yudai había sido llamado de urgencia por los hombres que custodiaban su mansión, y cuando llegó, su hermana estaba en la parte de atrás de un patrulla. Se quedó en shock al ver los sesos esparcidos de uno de sus vigilantes en el porche principal a causa del rifle. Corrió como un poseso hasta la planta superior, y casi se le cae el alma a los pies cuando presenció cómo los de criminalística estudiaban la habitación y fotografiaban el cuerpo inerte de Reika. Se sentía como un mierda. Él siempre se había quitado del medio cuando su hermana intervenía con alguien, y el motivo era que siempre la temió. Sólo cuatro años de edad los distanciaba, pero un mundo entero entre sus personalidades. Brotaron lágrimas de sus ojos al observar las dos heridas de las puñaladas, abiertas entre las costillas y cerca de la boca del estómago, un área tremendamente dolorosa para recibirlas. Reika habría muerto agonizando, había expulsado bastante sangre por la boca.

Al día siguiente, el análisis forense determinó y dio por correcta la declaración de Nami acerca de todas las inhumanas acciones que le había hecho. El cuerpo de Reika había sido maltratado en senos y en sus cavidades íntimas, amén de otros hematomas y raspaduras que tenía repartidos por el cuerpo. Además, un tercer implicado, pandillero de los bajos barrios que trabajaba para Hikaru y Rukawa también, fue encontrado muerto y vinculado a otra violación hacia Reika al comprobarse su ADN dentro de ella. Se comprobó además que la enfermedad de transmisión sexual del cadáver de Reika coincidía con la que él padecía.

Yudai sabía que las personas que sufrían tantísimo daño, que eran sufridoras sin una razón explicable, venían a dar un cambio a las personas de su alrededor, como una figura religiosa. Pero no había derecho. No había derecho a hacer sufrir a esa muchacha lo que había sufrido, definitivamente aquello era injusto. No había palabras que hicieran jamás justicia. Nadie querría vengarla, porque ya no tenía a nadie… Yudai rezó porque el alma de Kitami hallara la paz allá donde estuviera.

Horas más tarde, llegó a la mansión Kozono cabizbajo. Anduvo hasta la entrada pero allí, en lugar de entrar, contempló cómo Odette seguía a gatas frotando con un cepillo a conciencia la piedra de la entrada, donde aún no había sido capaz de quitar del todo la sangre del vigilante tiroteado.

—Tómese el día libre, por favor.

Odette alzó un poco la cabeza y dejó de mover el cepillo, pero se quedó en la misma posición.

—No puedo —musitó—, estar haciendo cosas… me mantiene serena. No quiero volver a casa y seguir dándole vueltas a todo.

—Está bien… —asintió el joven, tomando asiento cerca de ella en uno de los peldaños del porche. Se apoyó sobre sus rodillas, inspirando hondo. Odette también dejó escapar un largo resoplido.

—Sé que está mal… y que no es el momento. Pero la… la quería —dijo la mujer.

—No se preocupe —la cortó, porque efectivamente no quería oírlo. Odette era la única persona que había intentado hacer algo por salvar a Kitami, la única. Y ahí estaba, lamentándose por no haber hecho más. Y por haber amado a una mujer tan horrible.

—En fin, yo… he intentado hablar con el chico con el que estaba la muchacha rubia. Pero no quiere hacerse cargo, dice que no tiene tiempo…

—¿Hacerse cargo…?

Odette asintió y dejó la mirada en un punto. Yudai siguió su mirada y vio a Byto enroscado sobre una tela doblada que Odette le dispuso ahí mismo. Yudai se quedó mirando al animal. Se notaba que era un perro muy joven, tendría unos pocos meses. Se humedeció la lengua y se aproximó, tocándolo del lomo. Byto no estaba dormido, pero sí triste, y cuando sintió el calor humano lloriqueó en su idioma.

—Echa de menos a su dueña. ¿Y ahora, qué hago contigo…? —inquirió en voz baja, agarrando al animal en peso y poniéndoselo por delante. Byto le miraba con las orejas gachas.

—Señor… no lo deje en la calle. No resistiría ni una semana.

—No. No lo haré—dijo, con mucha fuerza en el tono. Abrazó fuerte al perro, pegándolo a su pectoral y dejando que el animal sintiera su olor. Byto no se jactó ni se movió, sólo se acurrucó más en él, y fue lo que Yudai necesitó para tomar la decisión—. Me acompañará adonde yo vaya. Se lo debemos a Reika.

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