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  • Paradero Desconocido

CAPÍTULO 1. Una nefasta primera vez

Nave poligonal

Habitación del sótano

—¡¡AAAARGH…!!

Ese grito está mejor.

No desenterró las uñas como había hecho anteriormente con sus piernas. Esta vez, las hundió hasta acariciar las costillas, y tiró hacia atrás hasta rompérselas. La chica volvió a gritar desgañitada, rompiendo en un llanto aún más desesperado. Ingrid volvió a ensartarla con las dos manos, acrecentando más la longitud de las garras de zafiro en las que ahora estaban formadas sus uñas para abrirle las escápulas como si fueran alas de carne. La muchacha ya sólo lloraba a voz en grito, con la cara bañada en lágrimas. Tenía un ojo amoratado, una muela que se le movía y se notaba la quijada desencajada, producto de las horas de golpiza. El dildo descomunal con el que su ano estaba ensanchado estaba conectado a su agresora, y se dio cuenta de que ya apenas podía concentrar el dolor sólo en esa zona.

Ahora era incapaz de pensar en otra cosa que en que la matara cuanto antes. El dolor era insoportable, y la sádica mujer que había pasado horas violándola no tenía intención de acabar todavía. El charco de sangre bajo aquel potro no había dejado de aumentar desde que todas aquellas innombrables torturas habían ido sucediéndose.

—¡¡AH…!!

Estoy tan excitada… voy a correrme… más, necesito que llore más.

Dejó caer las solapas de carne arrancada hacia atrás y hundió con fuerza todas las garras de una mano en su tráquea. Empezó a clavarlas, cuando sus iris encendidos en rojo la oyeron ganguear. De repente, la chica se había callado. Ingrid se relamió el labio inferior y retiró la mano, oyéndola sisear un llanto tembloroso en voz baja.

Eso acabaría con su vida demasiado pronto.

Acarició con la garra la columna hasta aproximarse a la región lumbar. Sus ojos se encendieron más todavía. La chica se atenazó más por el miedo en cuanto percibió su sonrisa maléfica, curvándose según elevaba la mano.

Siempre había temido a los clanes mágicos. Y en aquel instante comprobaba una vez más el porqué. Las garras tomaron otra forma y se convirtieron en una fina plancha de zafiro. En ese momento su agresora dejó de profanar su cavidad anal y se quitó el lado del dildo que había estado hasta el momento en su propia vagina.

Ya sé lo que quiero ver…

Tomó impulso con el hacha de la mano recién sintetizada y lo empujó con fuerza sobre la región lumbar, cercenándole el cuerpo. Las ensangrentadas piernas cayeron pesadamente sobre el charco de sangre. Ingrid sintió tanta euforia al ver las entrañas aún sostenidas por la capa del peritoneo que soltó una risotada de júbilo.

—¡Coño, SOY PERFECTA! ¡HAHAHAHA…! ¿QUÉ TE PARECE, ESTÚPIDA? —devolvió las manos a su estado original y agarró el teléfono. Sacó fotos de su obra de arte, y tomó un vídeo de su cuerpo tembloroso. No podía contener su risa enfermiza. La chica tosió y la oyó atragantarse entre su ya débil llanto, así que eso la invitó a enfocarla en un primer plano. Tosía sangre. Mucha. Ingrid relajó la expresión sólo al verla y comenzó a tocarse con rapidez—. Eso es… esa cara… ¡sigue mostrándomela!

Adoro ver cómo se les va la vida mientras se sienten miserables… ¿¡hay algo mejor que esto!?

Producto del desfallecimiento la chica empezaba a agachar la cabeza, así que dejó de tocarse para sostenerla del flequillo rubio. Grabó de cerca sus ojos celestes elevándose a algún punto del techo, donde empezaba a contactar con la otra vida. Un nuevo borbotón de sangre salió despedido de sus labios y diminutas gotas aterrizaron sobre la boca de la otra mujer. Se relamió. Al cabo, el peritoneo no resistió el peso de sus intestinos y también se descolgaron de su cuerpo cercenado. Ingrid no desvió sin embargo la atención de su mirada llorosa. Aún regurgitaba un poco. Sus ojos despedían alguna señal de vida, episódica, pero su cabeza terminó pesándole y la soltó.

La mujer se puso en pie lentamente. Era larga y fibrada, con un físico envidiable. Aún contraía la vagina del gusto que sentía en ver lo que había sido un cuerpo humano, ahora esparcido por partes en la habitación.

Siempre experimento un sentimiento pequeño después de esto… ¿es lástima, tal vez melancolía? Me entristece saber que no puedo seguir jugando si ella no va a seguir sufriendo. Al final, sólo queda un desastre.

Tomó impulso y soltó un fuerte rodillazo en su boca, con el que la cabeza bambaleó hacia un lado. A causa de que aún seguía con los brazos atados al potro, no resbaló. Dos pedacitos de diente repiquetearon en el cemento. Ingrid tomó aire profundamente y soltó un soplo de aburrimiento. Miró la hora en su reloj y quitó el cerrojo de la puerta. Al otro lado un guardia que cruzaba el pasillo la miró y se acercó trotando.

—Que lo limpien.

—Sí, señora Belmont.

En algún momento…

Yo…

Lo intenté.

De verdad que traté de formar parte de la normalidad.

Pero es ridículo.

¿Por qué tendría que hacerlo?

Soy mejor.

Más hermosa.

Más lista.

Y tengo dinero.

Mucho dinero…


Muchos años antes…

Piscinas del instituto

—¡Vamos! ¡Eso es! Increíble, como siempre… —la entrenadora pulsó el botón del cronómetro y apuntó rápidamente los segundos. Esa vez el tiempo había estado muy ajustado entre ambos hermanos. Les lanzó una toalla a cada uno cuando fueron saliendo de la piscina. Roman aún recuperaba el aliento cuando se secaba las piernas. Notó un empujoncito por un lado y alzó la mirada. Yara le guiñó el ojo, divertida.

—Eres impresionante, Roman… desde luego, has mejorado mucho. Has superado a Tucker.

Menudo logro, se jactó internamente. Es fácil superar a un gorila como él en el agua. Pero sí que mejoré la técnica. Aun así, nunca lograba superar a su hermano Eric en las amplias piscinas de la mansión. Se secó la cara con la toalla y fue a encontrarse con Ingrid.

—Eh, tú. —La chica estaba ya con el móvil en la mano. Hacía tanto que había hecho su prueba, que lucía seca. No le respondió, así que le dio un pellizco en el hombro. Ingrid le devolvió la mirada—. Date prisa, nos esperan en casa.

Ingrid se encogió suavemente de hombros y pasó de largo, metiéndose en los vestuarios. Roman suspiró.

El líder del Clan Belmont, padre de Eric, Kenneth, Roman e Ingrid, había solicitado la presencia de sus cuatro vástagos para una reunión familiar de máxima importancia. El no ir era desobedecer una orden y acarrearía sus consecuencias.

Ingrid fue la única en no asistir. Encargó al mayordomo un mensaje para que la excusaran y después del instituto no pisó la mansión.

Al anochecer

Domicilio de la familia Tucker

—¿Cómo te has sentido…? ¿bien? —Aaron sudaba. Tenía que reconocer, para sus adentros, que llevaba esperando aquello desde el primer instante que la conoció. No sólo por los motivos más obvios, que era enlazar su apellido a las riquezas de los Belmont, la organización más influyente y poderosa del país desde que tenía uso de razón. Sino también porque Ingrid le encantaba físicamente. Sus hormonas, revolucionadas desde la pubertad junto a una necesidad constante de quemar calorías en el gimnasio, había conducido a Aaron Tucker por el camino de la lujuria y de la vigorexia para vanagloriarse de su escultural cuerpo y poder. Todos en el instituto sabían lo grande, fuerte, rico y mujeriego que había sido a su corta edad, y todos le temían por quiénes eran y a qué negocios turbios se dedicaba su familia.

Esa noche, después de dos meses de relación de noviazgo con Ingrid, había conseguido por fin mantener sexo con ella. Le gustó saber que no le había mentido acerca de su virginidad. Había sangrado poco al principio, pero después de varios intentos, cuando pudo meterle su enorme miembro y forzar un poco su avance, salió más sangre. Eso también le hizo sentirse poderoso de algún modo. Ahora era para él una relación sellada, Ingrid no podría casarse con otro que no fuera él.

—No ha estado mal —murmuró ella.

Al finalizar y retirar el preservativo, le acarició sus largos y blancos muslos y se recostó a su lado. Le retiró un mechón corto de su pelo y se acercó a besarla. Ingrid correspondió despacio.

—Me alegra que hayas tenido conmigo tu primera vez. ¿Crees que podremos casarnos el año que viene?

—¿Casarnos…? —la chica ladeó un poco la cabeza al mirarle.

—Por supuesto. ¿Con quién más ibas a casarte, si no es conmigo? Estamos hecho el uno para el otro —musitó con cierta socarronería, que Ingrid detectaría a kilómetros. Lo conocía tan bien, que cualquier intento de engañarla había sido en balde. Sonrió brevemente.

—Aún es pronto para hablar de esos temas.

—Pensé que una chica decente como tú querrías llevarlo como era debido… —musitó manteniendo aquella sonrisa creída. Alargó uno de sus enormes brazos hasta la mesita de noche y alcanzó un cigarro que había dejado a medias, junto al mechero. Se lo encendió y dio una calada—. Espero que no estés pensando en hacer como algunas desubicadas de clase… que tienen sexo como si fueran prostitutas de un burdel.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó, sin expresividad. Él carraspeó pensando rápido y dio una calada.

—La gente habla mucho.

Ingrid se removió un poco sobre la cama y quedó mirando al techo. No hablaba. Era una parte de ella que siempre le había despertado curiosidad a Aaron. Nunca había sido de demasiadas palabras, al menos con él. Incluso, a veces parecía estar en otra parte.

—En cualquier caso, será mejor que mi familia no se entere de lo que hemos hecho —acabó susurrando.

—Tienes mi silencio, preciosa. Ya lo habíamos hablado.

—Perfecto —miró unos segundos el reloj de pared y se fue incorporando de la cama—. Marcho a casa antes de que se haga más tarde. Llamaré a mi coche.

—Espera… —la agarró de la muñeca, girándola hacia él—, ¿no vas a quedarte a dormir?

—Has perdido la cabeza —comentó, medio riendo—. ¿Qué crees que pensarán de mí si no vuelvo a casa?

—Puedes decir que pasas la noche en casa de una amiga.

—Podría decir muchas cosas, pero se enterarán tarde o temprano de la verdad. En esta ciudad, los pájaros tienen cámaras —comentó zafándose de él y regresando las manos al broche de la falda. Se puso lo más rápido que pudo el uniforme. Aaron dio otra calada y se quedó mirando las sábanas.

—Estaba pensando… que quizá el asistente de limpieza que tenemos me pregunta que de dónde sale la sangre.

Ingrid agradeció internamente no compartir genes con aquel grandullón. Era imbécil, tonto de remate. Había que dárselo todo hecho. Sólo había un único motivo por el que había tenido coito con él, y era porque desde que su amiga la invitó a ver algunos vídeos, su cabeza no había parado de pensar en ello y en cómo sería.

Ahora tenía la respuesta. Pese a las sensaciones que le habían provocado todas esas grabaciones, lo que ella había notado al hacerlo estaba muy lejos de ser categorizado por placentero. Aaron la había desnudado, le había chupado las tetas y se puso el condón él solo. Después, a base de empujes lentos y luego más impacientes, había acabado bufando como un perro rabioso y había salido de ella. Belmont se preguntó si eso era lo que le esperaba con alguien tan estúpido.

—No les digas gran cosa. Mételas a remojar bajo agua fría y lávalas tú mismo.

—¿Me has visto cara de limpiadora? —rio con el pitillo entre los dientes y se acercó el móvil. Se puso a ver reels—. Esa zorrita lo único que lava bien es la polla de mi padre, cuando mi madre se va con sus amigas.

Belmont se quedó mirándole. Era cierto. Aaron también había intentado conducirle la cabeza a su asquerosa polla erecta, en tres ocasiones esa noche. Pero ella había rehusado. No obstante, sí que quería ver vídeos de eso también. Porque su amiga Yara también se lo había comentado.

“¿Las mamadas? ¡Les encanta! Pero… es asqueroso. Si lo pruebo, te lo diré.”

—Bueno. Me marcho ya.

—Bien. ¿Te veré mañana después de clases también?

Qué aburrimiento, dijo su mente automáticamente.

—Lo pensaré.

—A veces no parezco ni tu novio. Y ya no es necesario ocultarlo. Lo sabe todo el mundo… hasta tu hermano.

Ingrid se encogió de hombros mientras terminaba de colocarse el suéter.

—También debo estudiar.

—Que sí, que sí… hasta luego —hizo un aspaviento con la mano para despedirla y se ladeó en la cama. Belmont observó la pequeña aureola de sangre que había dejado sobre la cama. Luego le miró a él unos instantes y se marchó. Tenía que volver a hablar con Yara Hansen.

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