CAPÍTULO 2. Mente de un cazador
“Cuando comienza un juicio en los que existen acusados con manifestación de su sello de poder, siempre y cuando se les atribuya delitos graves contra la vida humana, se podrán exponer, estudiar y sentenciar TODOS ellos en la misma audiencia, en pos de la máxima protección de la ciudadanía. Si durante el juicio resultan implicados más manifestantes de sello y las pruebas son suficientes para culpabilizarles, cumplirán también condena inmediata aunque no fuesen los principales acusados. Esto es una norma universal.”
—Pst… ¡psssst! ¡Ingrid!
Belmont parpadeó y observó de soslayo a Yara. Se había pasado todo el inicio de clase tratando de capturar su atención. Había un silencio sepulcral dado que estaba el aula entera en un examen. La de pelo negro le hizo un gesto para que mirara bajo el pupitre. Al tomar la notita doblada que había, bajó el rostro para leerla.
“¿Te acostaste con él finalmente? ¡Me tienes en ascuas! ¿Hiciste todo lo que…?”
Ingrid apretó la notita antes de siquiera acabar de leerla, sabiendo cómo acababa. Se la guardó en un lateral de la mochila y la ignoró. No era el momento.
Cuando el examen concluyó y el profesor se despidió, a Yara le faltó tiempo para desplazarse hasta su lado. Cayó abruptamente tirando su bolsa sobre la mesa de su amiga y la abordó.
—¡Mala! ¡No me has contestado a la nota!
—Estábamos en un examen. ¿Desde cuándo eres tan impaciente? —preguntó con una risita malévola. Yara se le apoyó en el hombro, sonriendo tiernamente.
—Es que llevamos hablando de ello mucho tiempo… vamos… ¡vamos! ¡Tienes que contármelo todo! ¿Qué hicisteis…? Porque hicisteis algo, ¿no…?
Ingrid miró furtivamente a un lado y otro. Parecía que el resto estaba a su bola, enfrascado en sus propias conversaciones. Bajó el tono de voz.
—Sí, me acosté con él.
A Yara se le encendieron ligeramente las mejillas. Sonrió. Era una sonrisa pérfida. Bajó igualmente el tono de voz y la miró más fijamente, cerca de su rostro.
—Sí, ¿verdad? Y dime. ¿Cómo estuvo?
Ingrid apretó suavemente los labios, pensando las palabras.
—Fue molesto… y, aburrido. Creo.
Yara soltó una cantarina risa. La misma que solía soltar cuando hacía acoso y derribo a las becadas de su clase.
—Me lo figuraba. No quería darte malas noticias antes de tiempo, pero Aaron no es que parezca muy… —la de pelo castaño la miró más atenta, esperando que acabara. Pero Yara negó rápido con la cabeza y pareció cambiar de tema—. ¿Sabes? Tengo nuevos vídeos que mostrarte. Quiero probar algunas cosas.
—En el último que me mostraste la mujer gritaba como una gata en celo. Era tan absurdo que daban ganas de reír.
—Porque están actuando, Ingrid… y me cuesta encontrar la categoría amateur. Mi padre sólo compra contenido de empresas.
—Jm… —Ingrid balbuceó por lo bajo. Todo el contenido al que Yara tenía acceso en cuanto al porno, eran vídeos inicialmente comprados o descargados por su padre. También tenía constancia de que había mantenido alguna experiencia sexual.
—Pero esta vez es distinto. Y me gustaría que vinieras a mi casa, como la última vez.
—Si es a tu casa no habrá problema. ¿Podrías decirle a mis padres que ayer también estuve?
—Ya me llamó tu madre para preguntármelo. Como sabía lo que estabas haciendo, te cubrí. —Ingrid asintió, en señal de agradecimiento. Pero antes de decir nada, la de pelo negro levantó el dedo índice —. Ah, por cierto… tu madre también me hizo otra pregunta.
—¿Otra pregunta? ¿Acerca de mí?
—Ahá. Ha estado mirando tus últimos cobros. Los de tu tarjeta. Y ha preguntado por contenido… de cierto dominio.
Ingrid tuvo una alerta interna. Normalmente era muy cuidadosa con el contenido de internet por el que pagaba. Tenía todo estrictamente calculado para que ningún exceso monetario a cargo de su tarjeta llamara la atención de sus padres. Pero había podido equivocarse o pasar por alto alguna suma. Algo así le molestaba enormemente, puesto que tenía en alta estima su propia anticipación. Se quedó mirando a Yara, quien seguía sonriéndola con altivez.
—Sería de ropa online. ¿Por qué te preguntaría eso?
—Qué tonta me crees —murmuró vacilante, dándole una palmadita en el hombro. Ingrid puso una mueca de indefensión y sonrió de oreja a oreja, con inocencia.
—Vamos, ¿por qué te andas con esas? ¿Acaso he cometido algún crimen?
—Bah, si sabes que me da lo mismo. Mis padres me colgarían de una cruz y me harían atravesar el camino de Santiago descalza si supieran qué vídeos son los que veo contigo. ¿Por qué no me contaste que te gusta ver… ese otro contenido?
—Lo siento, pero no sé de qué me estás hablando —murmuró Belmont, manteniendo la sonrisa apacible que la caracterizaba.
No se sentía apacible en lo más mínimo.
Yara bajó los hombros en un sonoro suspiro.
—Bueno. Ya lo hablaremos cuando vengas esta tarde a mi casa. Por cierto, lo de la excusa de la ropa online… ya lo debe de haber mirado tu madre, fue la que yo le di. Así que procura inventarte algo mejor para cuando te pregunte cuando estés de vuelta en casa.
Se levantó despeinándola, a lo que Ingrid le apartó de forma menos amigable la cabeza del alcance y la siguió con la mirada. Yara le guiñó el ojo por última vez y se marchó a su asiento.
Su amistad con Yara Hansen era extraña, a veces. Ingrid no tenía la necesidad social ni moral de abrirse con nadie. Sin embargo, desde que había llegado a la secundaria, Yara había sido su par y álter ego. Ambas venían del colegio con un grupo sólido de víboras, hijas de magnates y reunidas por su propio estatus con el paso de los años. Algunas se habían disgregado con el tiempo. Pero los cinco clanes principales de Yepal englobaba a las familias más influyentes, y los clanes Hansen, Belmont y Ellington siempre habían estado en cabeza en cuanto a territorio y negocios. Hansen mantenía una alianza y cordialidad impoluta con los Belmont, sólida con el paso de las generaciones. Sin embargo, los Ellington habían tratado de rebelarse por expandir territorios y barrios nuevos, y habían salido duramente escaldados en el pasado. De manera directa o indirecta, todo el mundo sabía en la escuela que los Belmont eran intocables. Los Ellington tenían mucho dinero y controlaban rutas importantes en el tráfico de la droga, pero había quedado demostrado que no podían alzarse contra los Belmont por una razón mucho más importante: su genética, intrínsecamente unida al sello que portaban. De los sellos nacían cristales con alineaciones expuestas a la mutación, y la conformación de los Belmont era la más fuerte desde hacía muchísimas décadas.
Por su parte, Yara era la tercera y última hija viva de un clan de asesinos y controladores de apuestas en más de trece ciudades de Yepal, y había algo en ella que siempre había dado respeto a sus compañeros de clase. Con Ingrid ocurría exactamente igual. Ambas eran veneradas y criticadas a partes iguales, y tenían tantos contactos en todas partes, que había que ir siempre con cuidado. Del mismo modo, eran atractivas y tenían personalidades un tanto cuestionables. Además, eran las mejores de su promoción.
Una vez cumplió los catorce, Yara halló en las carpetas del portátil de su padre contenido sexual de casi toda índole, lo que la había hecho preguntarse cosas y sentir mucha curiosidad. Había hecho partícipe a Ingrid de aquella curiosidad, y desde esa edad, ambas intercambiaban información al respecto.
Recreo
—Así es… así mismo me lo dijo mi madre. ¿Crees que podrías hablar con el Consejo de Estudiantes hoy…? He oído que pronto recaerá el puesto de jefe de estudios en uno de tus tíos.
—Lo puedo preguntar —murmuró Ingrid, terminando su ensalada. Cerró la fiambrera y se dejó caer sobre el tronco del árbol. Yara y ella habían decidido ir con su grupo a comer fuera del comedor para disfrutar un poco del sol. Se había unido el equipo de baloncesto a ellas, y en poco tiempo se había formado un gallinero. La chica que hablaba con Ingrid subió el tono, acercándose a ella.
—¡¡Gracias!! La verdad es que me sacarías de un apuro. Ya no sé qué inventarme para que dejen de llamar a casa…
—¿Sabes que mi tío tiene pensado hacer cambios en el plan de estudios? —advirtió la castaña—. Subirá la media para pertenecer a algunos clubs, ya que éstos tienen convenios laborales. Van a cambiar muchas cosas en el instituto…
Yara masticaba tranquila, oyéndolas hablar. No le interesaba en absoluto las preocupaciones de aquella chica que se les había unido al grupo. La repasó de arriba abajo, y cuando la oyó hablar de nuevo, frunció el ceño y la señaló con el tenedor.
—¡¡Sophie!! ¿Por qué no vas de vuelta al grupo de los becados? Llevo quince minutos oyendo tus lloros.
Sophie dio un pequeño respingo y se ruborizó. Yara la miraba con mucha fijeza, estaba molesta. No le convenía enfadar a ninguna. Hizo una suave reverencia frente a ambas para pedir perdón.
—¡Lo siento, Belmont! No te estoy dejando ni comer tranquila.
Yara rodó los ojos y volvió a gritar.
—¿¡Y yo qué!? ¡A mí tampoco me estás dejando comer tranquila!
—S-sí, claro… lo siento también por molestarte, Hans-… ¡…!
Hansen alzó la mano y estampó los restos de su ensalada en la cara de la muchacha, que emitió un gritito. Enseguida, el resto de estudiantes que las acompañaban rompieron a carcajadas. Ingrid comprimió hacia dentro lentamente sus labios, conteniendo sus ganas de reírse al ver cómo al aceite y los trocitos de lechuga se desparramaban por su cabello. No supo por qué, pero aquello la engrandeció por dentro unos segundos.
—¡¡VUELA DE AQUÍ, PESADA!! —chilló otra, empujándola al césped. Sophie cayó, pero no tardó ni dos segundos en levantarse muerta de la vergüenza y salir corriendo.
—Deben de pensarse que somos de la caridad —musitó uno de los chicos, que estaba fumando a escondidas al lado de Aaron Tucker. Éste le cubría con su enorme espalda por si alguno de los profesores paseaba los alrededores.
—Tiene una media floja, está asustada —comentó Roman. Miró a su hermana de reojo y luego a la tal Sophie.
—Más asustado deberías estar tú, que hace tiempo que no pueden hacerte la media con ninguna asignatura.
—Cállate —pateó a su hermana suavemente del hombro, mirándola mal. Ingrid se encogió de hombros con la sonrisa contenida y siguió sorbiendo de su zumo.
Tucker observó por un momento a los hermanos Belmont y acabó centrando la mirada en su novia. Se preguntó cuántos de aquel enorme grupo sabrían hasta dónde habría llegado con la hija del mayor jefe actual en cuanto al crimen organizado. Había algo en ese hecho que se la ponía dura. Mientras miraba a Ingrid, bajó la atención a su cuerpo. Tenía piernas largas, era delgada. No tenía mucho pecho y eso le disgustaba, pero estaba proporcionada. También le gustaba su rostro. Se había negado a comerle la polla, pero la próxima vez se la metería en la boca a la fuerza. Observó sus manos. Tenía las manos blancas y bonitas, con los dedos muy finos y rosados. No pudo evitar imaginársela arrodillada frente a él mientras se la sujetaba con las dos y le masturbaba. En su fantasía, esto lo acompañaba con un trabajo de su boca al mismo tiempo.
Ah… qué placer… no quiero excederme demasiado con ella. Si de verdad quiero unir lazos con la organización de su familia, no puedo tratarla como hago con el resto de zorras. Por lo menos ya la he desvirgado.
Se humedeció el labio inferior y le robó el pitillo a su colega para dar él una calada.
—Pásalo —murmuró Roman, extendiendo su larga mano hacia él. Aaron frunció el ceño y se lo cedió de mala gana.
—Desde luego, no sé por qué consumís esa porquería. Huele mal. Ya podríais hacerlo en otro lugar —comentó Belle, mirándoles mal y tapándose la nariz—. Además, estoy cansada de aguantaros. ¿Por qué os autoinvitáis aquí con nosotras?
—Porque me da a mí la gana, Belle. ¿Tienes algo que alegar? —preguntó Roman, dándole un tirón de pelo. En el proceso movió también a su hermana, quien le respondió con un empujón—. Eh, relaja, Ingrid. Estoy cómodo así.
—Pesas —dijo molesta, intentando concentrarse en los apuntes que tenía sobre sus piernas. Roman elevó la cabeza por encima de su hombro y sonrió.
—Maldita cerebrito andante. ¿No descansas ni un momento?
—Me gusta entender las cosas —murmuró sin más. De repente, Roman le robó la libreta de los muslos y se puso en pie de un brinco, corriendo para chincharla. Ingrid no sonrió, siquiera. Se le quedó mirando desde su sitio. Yara intervino riendo.
—Qué niño pequeño estás hecho —señaló con el mentón los apuntes de su amiga—. ¿Sabes que tu hermana estudia asignaturas de universidad?
—Pst, siempre ha ido adelantada.
—¡Es cierto! Sois de esas raritas… a las que os adelantan los cursos —dijo Aaron, jocoso. Yara le miró con una sonrisa condescendiente.
—Y luego están los deportistas gorilas como vosotros, que tenéis que llorar al entrenador para que os pasen la mano. Ya me daría vergüenza ser mayor de edad como Roman y estar aún en el instituto…
—Eh, monada —dijo el aludido, lanzándole la libreta a Yara. Ésta aterrizo sobre su cuerpo y cayó al césped—. Sigo estudiando porque yo quiero, pero empiezo a pensar que es una pérdida de tiempo. Además, tengo más vida aparte del instituto. Vosotras no lo entendéis… porque sois mujeres.
—Claro… —rodó los ojos la morena.
Aaron atrajo con su enorme mano la libreta que había caído y la abrió. Comenzó a hojearla. Una parte de él se sintió menos de repente. No entendía las fórmulas matemáticas que había allí escritas, ni tampoco las ecuaciones.
—¿Qué puñetas es esto? No lo hemos dado.
—Claro que no —dijo Ingrid con una sonrisa amistosa—. Son matemáticas más avanzadas. Se da el segundo año de carrera de Matemáticas.
Hubo un silencio sepulcral de repente. Las chicas cuchichearon alrededor de su amiga, alabándola. Roman chistó rodando los ojos y se puso las gafas de sol.
—¿Ves? No a todo el mundo le gusta perder el tiempo, grandullón —comentó la pelinegra, divertida. Le arrancó la otra libreta de las manos para devolvérsela a su amiga—, y tú, Ingrid. Hoy cenabas en mi casa, ¿no?
—Sí, luego te confirmaré.
—A papá no le va a gustar —murmuró Roman, tomando el sol sin mirarla.
—Bueno. Quedamos para estudiar, así que… no creo que ponga demasiado problema.
La alarma de fin de recreo sonó. Todos empezaron a recoger sus pertenencias y alistarse para subir al edificio de la academia. Aaron esperó a que su novia terminara y cuando se le alejó la tomó de la mano, apartándola el grupo.
—¿Ocurre algo…?
—Claro que ocurre. ¿No vamos a vernos nosotros? —cuestionó el chico. Ingrid le miró unos segundos con fijeza. Parpadeó.
—No habíamos quedado.
—No tengo que preguntarte todos los días si vas a acompañarme a la salida. Eres mi novia, se supone que se da por sentado —se inclinó un poco hacia ella, sonriendo—. Así que hoy también te esperaré.
—Comeré en mi casa y luego he quedado con ella para repasar. Podemos vernos otra tarde —murmuró, alejándose. Pero notó de pronto una súbita presión en la mano. Él la atrajo con más contundencia.
—No te he hecho ninguna pregunta, Belmont. No soy la clase de hombre que se queda esperando como un perro, a ver si su pareja le hace caso el día de hoy. A la salida vendrás conmigo. ¿Estamos?
Belmont le miró sin expresión alguna, calibrando el enfado en sus palabras. Pero poco a poco sonrió.
—Deja que hable con ella… y haré un hueco para verte esta tarde.
Él acrecentó la sonrisa más tranquilo. Dejó de apretarle la mano y la recorrió de arriba abajo.
—Eso está mejor. Que vaya bien en clase.
Ingrid mantuvo la sonrisa todo lo que duró el contacto visual. Después, se unió a Yara. Ésta le susurró al oído.
—Menudo capullo. Eh, mira… mira quién sube por ahí.
Paulina Ellington se encontraba justo delante de ellas subiendo las escaleras. Todo el colectivo escolar ascendía ya dentro del recinto. Como siempre, el tumulto de estudiantes los obligaba a chocarse los unos y otros entre el griterío. Ellington recibió de pronto un brusco empujón que la tiró de bruces contra un peldaño, y un corrillo de voces se formó a su alrededor.
—¿¡Quién ha sido!? —chilló una de sus amigas, girándose rápido hacia atrás. No tardaron en socorrerla otras varias chicas. Paulina no se había hecho daño, pero lanzó una mirada de odio a las que tenía justo atrás. Saltaron chispas cuando su mirada fue a parar a la de Yara e Ingrid, que le sostuvieron la frialdad como si nada.
Hubo un silencio.
Y después, los dos grandes grupos se disgregaron hacia sus aulas respectivas. La mezcla de alumnos que conformaba un grupo y otro se miraban mal mutuamente.
Esa era justamente la voz de la ciudad. Del país. Cuando dos bandos estaban enfrentados, la gresca se olía. Eran familias poderosas enemistadas. Y el malestar era respirable.
—Paulina, hermanita, ¿estás bien? —preguntó Carmella.
—Cállate y vuelve a tu clase, enana —masculló la rubia, arreglándose una de las coletas.
—Creo que fue Hansen… pero no pude ver bien —comentó una de sus amigas. Paulina se encogió de hombros.
—No me importa en absoluto. Ya se la devolveré.
—No empecéis una guerra tan tonta… —murmuró Elina, apenada. Le puso la mano en el hombro a Paulina—. Luego cuesta un montón que se calmen las aguas en Dirección…
—Francamente, hermanita, esas zorras se lo buscan —masculló enfadada, quitándole la mano—. No daré más quebraderos de cabeza a papá. Sé arreglármelas por mi cuenta.
Elina suspiró largamente, algo preocupada. No era la primera vez que un conflicto así acababa repercutiendo e involucrando a todo el instituto, hasta Jefatura. Algunos de los dirigentes y accionistas más importantes también tenían sus conveniencias con un clan u otro. Y actualmente había paz entre ellos, pero aunque el diálogo había sido el estandarte que sujetaba esa paz tan temblorosa, la rivalidad entre los Ellington y los Belmont latía todos los meses, de una forma u otra.
—¿Has visto la cara que se le ha quedado a esa imbécil? —bramó Yara, con las mejillas rojas—. Maldita sea, me ha hecho sentir genial… ¿a ti no te ha dado un subidón?
—Te veré esta tarde —murmuró Ingrid, sin prestarle demasiada atención.
—Vas a alucinar con lo que te tengo preparado, amiga. A a-lu-ci-nar. Son vídeos distintos.
En el trayecto de vuelta a su casa y en la intimidad de la limusina, Ingrid abrió la carpeta oculta que tenía en el móvil dedicada a vídeos e imágenes de contenido snuff. Abrió una imagen donde aparecía un cachorro de gato esfinge siendo hervido en una olla. Alguien había vendido ráfagas de fotos de aquel instante, inmortalizando la expresión aullante de la criatura hasta quedar sin vida. Ingrid se sentía estafada y solicitó un vídeo del mismo, pero en respuesta fue expulsada del único grupo al que había conseguido entrar falsificando la fecha de nacimiento. Suspiró molesta y bloqueó el teléfono. En aquel tipo de aplicaciones no había reembolso, ni usuarios prestos a reclamaciones. A la primera queja de insatisfacción, por seguridad, los moderadores echaban sin miramientos para autoprotegerse.