CAPÍTULO 7. Excitación, no nervios
—Agh, no me lo puedo creer… me faltó tan poco… —Roman dio un golpe en el tablero, molesto. El profesor que supervisaba la partida de ajedrez chistó al muchacho.
—¡Joven Belmont! ¡No arme escándalo!
—Profe… estaba a punto de tomarle ventaja.
—Jugar contigo es ridículo. Nuestra prima de seis años tiene mejores estrategias que tú.
—Ehh… ¿no te han dicho que calladita estás más guapa? —tiró a Ingrid del pelo. Ésta le apartó de mala gana la mano y posicionó de nuevo las piezas en su lugar.
—Apártate, quiero otro contrincante.
—¿Uh…? Ni hablar. Quiero ganar a Kenneth, así que tengo que practicar con la única persona que logra ganarle. Juguemos otra.
—Me haces perder mi tiempo, jugar contigo no supone más que eso. Quítate —le instó, mirándole fijamente. Él se puso ambas manos tras la cabeza, mirándola con diversión.
—Quítame, larguirucha.
Ingrid se le quedó mirando algunos segundos sin expresión en el semblante. No tardó demasiado en generar incomodidad en su hermano, que al final fingió carraspear y se puso en pie.
—Profe, póngame con otro jugador.
—Pruebe con ella —el hombre señaló una de las mesas del final. Ingrid siguió colocando con cuidado las piezas que había usado su hermano. Cuando miró de reojo con quién se batiría ese inútil, parpadeó interesada. Era Hardin, Simone Hardin. Siguió con la mirada a Roman y finalmente se apartó para acercarse.
—Hey, Belmont —Aaron prácticamente la arrolló. Era tan alto y fornido, que era como mirar una torre. Ingrid suspiró aburrida y trató de mirar por un lado para no perder de vista a su hermano.
—Qué tal te va, Tucker.
—¿Podríamos hablar en privado…? Quiero aclarar algunas cosas.
—No, lo lamento —le sonrió con una falsa ternura y le esquivó. Aaron apretó los puños, pero no se siguió arrastrando. Siguió su camino, rezongando por lo bajo.
La mesa de Simone era la última y la más apartada. Nadie había querido jugar con ella, así que el profesor había mandado a Roman. Ingrid caminó lentamente y se quedó a un lado del tablero, cruzando lentamente los brazos. El chico se peinó de una pasada el pelo castaño y le tendió seguidamente la mano.
—Hola, encanto. ¿Preparada para la derrota de tu vida?
—Ah, hola —sonrió gentilmente y estrechó su mano—. ¿Eres bueno?
—Sí. Vengo de machacar a mi hermana —dijo por lo bajo, tomando asiento.
—¿Ah, sí…? —intervino Ingrid, divertida. Él le chistó poniendo un dedo sobre los labios.
—A callar, que tú no quieres jugar conmigo. Te sustituiré por esta chica tan agradable. ¿Cómo te llamas?
—Simone Hardin… es un honor. No sabía que eras hermano de Belmont.
—Yo también estoy tan sorprendido como tú de que ese bicho sea mi hermana. Por cierto, ¿por qué estás aquí? ¡Ahora vete, envidiosa!
—No vengo para verte jugar a ti —rezongó.
—Ah… bueno, yo hace mucho que no juego… no esperes algo muy decente… —susurró la rubia.
Roman hizo su apertura, tratando de concentrarse. En el fondo, le molestaba la inteligencia de su hermana. Sentía que nunca podía destacar a su lado y era una sensación que también tenía con sus hermanos mayores. No le gustaba tampoco sentirse observado por ella mientras se desempeñaba con otro jugador, pero no dijo nada. Hardin respondió, él respondió de vuelta y ella ejerció un movimiento. Roman se lanzó a mover otra ficha. La chica se acarició el mentón y, tras dudar, movió directamente la reina. Ingrid abrió los ojos y dirigió una mirada rápida a la chica.
Ya lo ha calado. Ha sido rápida.
Roman, ignorante ante el peligro, movió otra pieza. Ingrid casi podía oírse reír en su propio cerebro. Imbécil… Hardin accionó el alfil como carnaza y Roman picó.
—Jaque mate —dijo la chica, sacando la reina. A Roman le costó reaccionar. Parpadeó varias veces y de pronto se sintió estúpido.
—Pero… ¿¡cómo…!? —frunció el ceño y se levantó sin cruzar más palabra, alejándose de la sala. El profesor le persiguió, pero no pudo darle alcance. Simone miraba la puerta preocupada y se puso de pie poco a poco.
—Dios… ¿habré ido demasiado fuerte?
—Le está bien empleado —sonrió Ingrid, separándose de la pared. Señaló con el mentón el tablero—. He visto esa jugada antes.
—A veces miro vídeos…
—¡¡Bien, muchachos!! Recojan las piezas, se acaba el torneo.
Hardin miró varios segundos más la puerta y suspiró guardando el juego.
—Oye… ¿crees que tu hermano…?
—¿Te parece que alguien con esa actitud se merece que sigan hablando de él? —la interrumpió. Tomó otra de las cajas y guardó las piezas blancas—. Debería ser un hombre hecho y derecho, ya es mayor de edad. Pero es incapaz de prepararse siquiera sus exámenes para la universidad. No siento ninguna pena por él, es la vergüenza de la familia.
Hardin tragó saliva al oír los descalificativos y asintió tímidamente, sin llevarle la contraria. Cuando terminaron, Ingrid se trasladó a la mesa donde había estado jugando antes y también empezó a recoger. La chica rubia la siguió, ayudándola. Sonrió.
—Por cierto… tengo ya las mochilas listas. La que se mojó está lavada… y los recipientes también.
—¿Te refieres a los tupper? —Hardin asintió—. Así que te pidieron que lavaras hasta sus platos.
—Tampoco era demasiado trabajo.
—¿Llegaste muy tarde a casa?
—Ah… no, no tanto. Te agradezco mucho la intención que tuviste.
—Eh, aparta —una tercera voz movió a Hardin del hombro con brusquedad, pasando entre ambas. Ingrid habló más tajante.
—Espera, Mia.
—¿Ah…? —se giró con el ceño fruncido. Todavía tenía el puente de la nariz amoratado—. Tengo clase, ¿qué quieres?
—Yo también tengo clase. Será sólo un momento.
Mia puso una expresión confusa y se disgregó junto a la castaña. Cuando se apartaron lo suficiente, se cruzó de brazos y levantó una ceja.
—Qué. Qué quieres.
—¿Que qué quiero…? ¿Cuándo pensabas decirme que eras novia de Yara?
—Q… ¿qué…? ¿Pero de qué narices estás hablando?
Ingrid había apostado fuerte con aquello, y no le había surtido efecto. Eso significaba que no era su novia. Pero igualmente se había puesto algo colorada. Suspiró pensativa sin quitarle la mirada de encima.
—Bueno, sé que os disteis el lote en los aseos públicos del parque —murmuró—, ¿a qué juegas?
—Yo no juego a nada, preciosa. Tú no querías nada conmigo, así que… ¿qué más te da?
Bingo. Se liaron.
—Te quería proponer una cosa. Pero si metes a Yara por medio, va a ser más complicado.
A Mia se le cambió la expresión del rostro. Ingrid Belmont era un podio superior que Yara Hansen. Tener alguna posibilidad con ella podía significar muchas cosas… además, se encontraba en plena explosión hormonal. Se pasaba el día masturbándose imaginando sus historietas ficticias con distintas chicas. Pero por supuesto, Ingrid era la que protagonizaba la mayoría.
—¿Cuál es tu propuesta? —sonrió irónica—. Espera… no estarás intentando jugármela, ¿verdad? Te puede salir más caro de lo que piensas.
—Baja la maldita voz —instó, con la mandíbula apretada. Mia volvió a alzar una ceja. Parecía seria al respecto, así que dio un paso adelante y ambas empezaron a susurrar.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué quieres…?
—Quiero… eso. Otra vez.
Mia sonrió y le miró la boca.
—Vas a tener que decir con exactitud a qué te estás refiriendo.
Ingrid miró disimuladamente a izquierda y derecha y resopló.
—Eso. Lo que hiciste hace unos días en los baños.
—¿Te refieres… al sexo oral?
Ingrid chistó, su cuerpo se alteró al instante. Volvió a sentirse desubicada y sucia, y totalmente expuesta. Ni siquiera se reconocía. Pero ya había empezado. Tenía que ser sincera con alguien.
—Te lo quiero explicar en un lugar más privado. Esta noche mi familia debe viajar.
—No me lo puedo creer, Belmont… ¿de verdad estamos hablando de lo que estamos hablando?
—No te hagas ilusiones. Quería hacerte unas preguntas al respecto también.
—Entiendo… entiendo —se encogió de hombros, resuelta—. Me encanta tu ofrecimiento. Pero no quiero que me retumbes una puerta en la cara de nuevo.
—No lo haré —musitó con la boca pequeña. Mia se le arrimó un poco y trató de acariciarla en la mejilla, pero Ingrid la esquivó ruborizada—. Te escribiré por móvil. No se lo digas a nadie.
—Tranquila…
A nadie le apetece más esto que a mí, terció Mia en su cabeza.
Horas más tarde
Hacía una hora que su familia entera había tomado el helicóptero, camino a las pistas privadas del jet. Ingrid había solicitado por activa y por pasiva quedarse para estudiar bajo el pretexto de exámenes que no existían, y como Roman tampoco quería pasar rato con ella, no la desmintió. Fue la única que quedó en casa.
Lo primero que hizo al volver a entrar, fue pedirle al mayordomo que se tomara el día libre y no volviera en toda la noche. Sólo quedaba allí la vigilancia externa, que nunca hablaban.
El Mercedes negro de cristales tintados, cuya matrícula rezaba el prefijo “TP”, indicaba el clan al que pertenecía la persona que iba dentro. Mia bajó tras serle abierta la verja y dejó el coche a las puertas del inmenso jardín. Ingrid la recibió en el interior de la casa. A medida que la chica se acercaba, sentía que su corazón se iba agitando. Mia había asistido con botas altísimas, un vestido de cuero ajustado y una gabardina gris que finalizaba a la altura de las rodillas, de una talla muy superior a la que le correspondía. Se iba retirando las gafas de sol según se acercaba al porche. La castaña trató de destensar los músculos. Normalmente, nunca estaba nerviosa. Era una chica muy segura de sí misma y de sus posibilidades, pero el enfrentamiento a algo así iba más allá de lo esperado. Sabía muchos protocolos sociales, estaba bien educada. Pero aquel terreno era completamente desconocido. La noche anterior había consumido tantísima pornografía lésbica que tenía un mareo importante en la cabeza. Quería comprar juguetes que hacía veinticuatro horas no sabía ni que existían. Lo único que tenía en su cuarto era un lubricante que en su día le había regalado Aaron. Mia finalmente llegó donde estaba y se quedó mirándola con fijeza. Gracias a sus exuberantes botas, le sacaba unos centímetros, ambas eran chicas que superaban el metro setenta, altas para su edad, pero ver cómo Mia le devolvía un ángulo superior y en aquellas circunstancias la estaba haciendo sentirse menos. No le gustó.
—Está la cena preparada. Descálzate y ponte cómoda, yo regreso enseguida.
Mia asintió y entró a la inmensa mansión. Era superior a la casa de su familia, pero las riquezas no eran algo que le interesara demasiado a la pelinegra. Toda la vida había tenido lo que había deseado. Excepto a Ingrid Belmont. Y estaba a punto de conseguirla también.
La cena fue algo incómoda para Ingrid. No le salían las palabras, estaba demasiado fuera de la zona de confort. Se estaba dando cuenta de que no le gustaba estar así.
Siempre sé qué decir. Cómo actuar. Sé lo que quiero hacer, pero no sé cómo manifestarlo sin que parezca que la necesito.
De repente, le cruzó por la mente la idea de echarla. Aquello podía ser un error… uno que la perseguiría de por vida.
—No estés nerviosa —le dijo Mia de repente, y puso su mano sobre la de ella mientras comían—. Creo que sé cómo te sientes. Deja que yo te relaje… esta vez no hay presión ninguna porque alguien nos pille, ¿no?
—No. Estamos solas —murmuró, algo tosca.
—Subamos a tu cuarto —le sonrió con más dulzura. Se mostraba muy relajada. Ingrid asintió. Nuevamente, el corazón le avisaba de sus nervios. Recogieron los platos y subieron juntas al segundo piso.
Dormitorio de Ingrid
Cuando llegaron, Mia se dedicó unos segundos a paladear el orden y los gustos de Belmont. Que tuviera buen gusto para ordenar y para colocar sus cosas no le era insospechado. Como fuera, sólo podía pensar ya en una cosa. Se giró rápido hacia ella y le rodeó la cintura con las manos. A Ingrid le pilló por sorpresa el acercamiento repentino y trató de evitarla, pero con un poco de insistencia, al final cedió al beso. Mia se derritió por dentro. Tan bonita y suave como la recordaba. Yara también era suave, pero no ejercía el descontrol que sentía frente a Ingrid. Era por su aura controladora. Le ponía cachonda. Y pensaba aprovecharlo.