• nyylor@gmail.com
  • Paradero Desconocido

CAPÍTULO 21. Un castigo que no lo olvidarás (II)

—Eh… ¡SUÉLTAME…! ¡¡SUELTA…!!

Nadie le respondía. “Sácala, rápido”, eso fue lo único que había escuchado, por supuesto, de una voz masculina. Alguien la empujó al suelo y fue retenida por cuatro manos distintas. Ahí fue cuando se dio cuenta de que estaba acompañada por cuatro hombres enormes. Gritó como una posesa, empezando a patalear y a retorcer el cuerpo buscando la mínima liberación para salir escopetada de la casa. Pero luchar contra aquellas manos era como menear las muñecas en aros de acero. El cuarto hombre le soltó una de las piernas y terminó de desnudarla al romperle la ropa. La manoseó de uno de los pechos, pero no dedicó ni tres segundos a acariciarla. Enseguida se puso en pie y pareció trastear algo al darles a todos la espalda.

—Por… por favor… si os manda él… hacedle saber que haré caso, pero…

Un ruido metálico la hizo perder el hilo. Sus ojos volvieron a buscar al hombre que estaba de pie. No podía ver bien lo que hacía, era de una altura normal, pero tenía los hombros más anchos que había visto. Su corpulencia no permitía ver nada de lo que manipulaba. Tiró dos objetos al piso y la chica volvió a retorcerse. Uno de los agresores le propinó un puñetazo que le durmió el labio, y empezó a sollozar.

—Así que la ratita se mueve. Le gusta negarse a los deseos de su clan.

—¡¡Soltadme…!! ¡Soltadme! ¡PARAD ESTO!

Otro puñetazo fue directo a sus costillas y Simone se trapicó al siguiente grito. Sintió como si sus órganos internos se achicaran y no le permitieran un solo movimiento en falso, el dolor le había cortado la respiración. Aprovecharon esa quietud para arrodillarla sobre la alfombra y comenzaron a cruzar su cuerpo velozmente con cuerdas finas. Simone fue reanudando su llanto según su estómago se lo permitía, mirando impotente por el rabillo del ojo cómo la ataban e inmovilizaban su tronco superior. Aunque al principio parecían actuar sin una lógica, se percató de que sí había unos conocimientos a la hora de cruzar las cuerdas. De pronto, una suela de zapato se pegó a su espalda, tomó los extremos de las cuerdas y tiró a medida que la empujaba con el pie, provocando que todas las ataduras constriñeran su cuerpo como si quisieran estrujarle los órganos. Simone volvió a llorar, más por miedo que por dolor. Estaba atemorizada, porque sabía que podía perder la vida impunemente y que nadie podría saber nada de ella. El instinto de supervivencia parpadeaba alarmado en su interior como si quisiese salir expulsado con alguna acción, pero estaba completamente atada: sus manos, sus piernas y cada palmo de su cuerpo tenía alguna cuerda cruzada que la hacía vulnerable. Sólo podía lloriquear como un cachorro asustado mientras aquellos desconocidos, quienesquiera que fueran, terminaban de prepararla para lo que fuera.

—Ya está. Cuélgala.

—¿Y el anclaje?

—Ya estaba montado. Enciende la luz.

Simone sintió un terror creciente cuando las luces dieron forma y color a todo lo que ocurría en el dormitorio. Una parte de ella quería saber quiénes estaban formando parte de aquello, y otra prefería no conocerlos. No entendía bien cómo funcionaba todo aquello, se había metido en la boca del lobo al aceptar el colgante de Ingrid. Ahora empezaba a entender por qué su madre la regañó tanto el día que vino con un zafiro colgando del cuello. Y solo podía lamentarse en silencio.

Uno de los hombres, que categorizaría enseguida como el más joven, se le acercó y le estudió la cara. Le sonrió unos segundos y apartó una de sus lágrimas, pero Simone miró asquienta hacia otro lado, y el chico le respondió aprisionándole uno de los pezones con saña. Simone aguantó unos segundos, pero chilló cuando lo torció inhumanamente, sin parar. Su grito hizo sonreír al chico, que se lo soltó y procedió a toquetearlo sólo con el índice.

—Así mejor. Me es más fácil ponértelas.

Simone no entendió ni quería entender. Para su horror, lo entendió enseguida. El joven regresó y colocó una pinza de silicona en su maltratado pezón. Simone volvió a sollozar, bajando la mirada a su pecho.

—No, por favor…

—Sí, por favor. Te acostumbrarás. Siempre os acabáis acostumbrando.

Le miró suplicante, pero el chico no volvió a cruzar miradas con ella. Estaba sonriendo animado mientras, esta vez con más cuidado, elevaba el otro pezón, sin hacerle daño, a base de toquecitos leves. Al final el pezón le reaccionó también, y pudo apretar la otra pinza. Unió las mismas por una cadena.

Después se le acercó otro notablemente más viejo y corpulento. La sujetó sólo unos segundos para anclarle algo y chasqueó los dedos. Sus otros dos compañeros tomaron la cuerda por el otro lado del anclaje y a base de pura fuerza, elevaron el cuerpo en horizontal a un metro y medio del suelo. Uno de ellos soltó su cuerda y terminó de ajustar el anclaje, mientras los otros la grababan en sus móviles. Simone hizo un duro esfuerzo para no quebrarse de nuevo. Tenía todo el pelo por delante, flotando en el aire al igual que su cuerpo entero.

El joven tiró de golpe de las pinzas hacia abajo, haciéndola dar un grito lastimero antes de volver a lloriquear. Acarició sus pechos con la mano sin dejar de grabárselos.

—Ten cuidado, no le toques el collar. Te puedes hacer daño.

—¿Te crees que soy nuevo, abuelo? ¡Cállate!

—Tienes la mano llena de cicatrices, por algo será.

Simone hizo un esfuerzo por mirarle las manos de la forma más disimulada que pudo, y sorteando de la visión sus propias hebras de pelo. No quería que la atacara o que la amenazara con ese descubrimiento, en el que nada tenía ella que ver. Se dio cuenta de que efectivamente, una de las manos del chico tenía piel quemada y la uña del pulgar presentaba una malformación.

—Bien, ya está. Bájala.

Simone no dijo ni una sola palabra. Su cerebro trató de convencerla de que eso había sido todo, un desagradable susto. Algo le decía que Kenneth estaba detrás y que lo primero que haría en cuanto aquello terminara, sería llamar a su novia para pedirle asilo en otro lado y que su familia no lo supiera nunca.

La cuerda que habían pasado por el anclaje bajó su cuerpo despacio, que había empezado a pendular. Estaba tan fuertemente amarrada, que apenas podía moverse. El más gordo de los cuatro era el que volvía a anudar la cuerda al segundo soporte y la dejó a una altura pequeña. Lo siguiente que oyó, fue cómo algunas cremalleras se bajaban.

Eso la alarmó de nuevo.

—¡Haré lo que sea… por favor, esto no es necesario! ¡Soltadme!

Ya no sabía ni lo que estaba diciendo. Sólo pensaba en que estando libre de piernas y manos tenía alguna mínima posibilidad. Pero era como hablar a cuatro muros. Sintió que le separaban las piernas y supo que uno se estaba acomodando para penetrarla.

—¡¡Para… PARA…!!

—Ponedle la mordaza en la boca, o algo. Pero que se calle —sugirió el tipo. Emitió un gemido ahogado de placer al ahondarse en ella, aunque sus suspiros se difuminaron con los gritos incómodos de Simone. Ésta entró en una crisis nerviosa y usó todas las fuerzas que tenía en tratar de liberarse, pero era absurdo. Allá donde moviera un dedo, una cuerda le impedía seguir. Las embestidas del hombre eran lentas, pero no tardaron en aumentar de ritmo y Hardin no podía concentrarse, no era como ceder ante Ingrid. Era muy doloroso, brusco y empeoró exponencialmente cuando empezó a sentir unos latigazos abruptos en su espalda. Uno de ellos había alcanzado un látigo y se puso por delante de su rostro.

—Por f… —Simone perdió la fuerza en la voz, los caderazos que recibía la hicieron quebrarse nuevamente y cerrar los ojos con fuerza. El llanto se le rompía cada vez que era empujada, pero no había forma humana de detenerlo. De pronto, otro latigazo sonó en su piel y la trajo de vuelta al infierno. Gritó con mucha más fuerza, rompiendo a llorar más sonoramente.

—Baja un poco la intensidad—dijo el que la violaba, al que la torturaba. En ese momento, paró unos segundos para advertir a su compañero. Pero éste respondió enseguida.

—Dijo heridas. Heridas no basta con esta fuerza.

Simone detectó un acento extranjero en esa última voz, pero ni siquiera le importó. Recibió otro latigazo, y otro, y un tercero que le reverberó hasta en el alma. Pudo contraerse y tensarse de pies a cabeza, pero las embestidas fueron como una segunda puñalada que no acababa, y emitió un jadeo mucho más cansado. El chico, sonriente y callado, la atrapó de la cabeza y logró abrirle la boca para inmovilizarle las hileras dentales con una mordaza en forma de aro. El sistema era sencillo y eficaz, servía para que la sumisa no pudiera hablar, ni cerrar la boca, ni morder a traición. El instrumento perfecto para las mamadas y para hundir en decibelios los gritos. La agarró del flequillo para conducirle la cara, aunque su compañero se desquitaba con tanta fuerza en su vagina, que le costó meter la polla en el aro. Pero una vez lo consiguió, la sensación fue exquisita. Veía desde arriba cómo la chica fruncía el ceño, ahogada y cansada, y no tardó en vomitarle saliva ante la presión de sus amígdalas constantemente. El joven cerró fuerte el puño en su cabello dorado y la violó por la boca rápidamente. Fue el tercero el que relevó en los latigazos, aumentando el número rápido sobre su espalda. Llevaba tantos, que era imposible saber cómo estaba aguantando el dolor. Pero no paraba de lagrimear y balbucear atragantada, así que resultó suficiente espectáculo.

—Eh, ¿puedo correrme dentro?

—Nosotros sí. Tú no —dijo el viejo, nervioso ya ante la inminente llegada de su clímax. El otro hombre se acercó a tocarla de la piel de la espalda. Pese a todos los cruces de cuerdas que tenía, el látigo consiguió el cometido que le habían solicitado. Tenía la piel abierta y había comenzado a sangrar. Era una zona peligrosa ahí donde estaban pegando, pero sólo cumplían las órdenes. El hombre más viejo la agarró con fuerza de las cuerdas para atraerla y seguir follándola como si fuera una yegua, y al final terminó de correrse dentro de ella. Cuando él terminó, gimiendo extasiado, salió de ella y dio paso un segundo. El joven, viendo aquello, se excitó más y apretó el ritmo de sus caderazos, hasta que dio un último empujón para terminar también expulsándole la corrida en el fondo de la garganta. La chica emitió un medio jadeo antes de empezar a atragantarse claramente.

—¡¡Joder…!! Qué gozada, mira esto…

El joven se quedó perplejo cuando vio que su propia corrida de semen le salió por la nariz. Le sacó el miembro del aro, pero la chica seguía tosiendo con serias dificultades.

—Quítale la mordaza, se puede atragantar de verdad. No quiero sustos estúpidos.

El joven obedeció acuclillándose en frente suyo. Le sacó la mordaza con cuidado y se quedó mirándola toser, estaba roja y con el rostro empapado en sudor. Cuando la tos también menguó, el hombre que hasta entonces no había parado de golpearla con el látigo fue el que comenzó a violarla.

Aún le quedan fuerzas para llorar… pobre imbécil. Mira que enfadar al clan que la posee.

Simone lloraba, aunque cada vez con menos fuerzas. Estaba agotada y su mente había empezado a abandonarla lentamente. Era demasiado para gestionarlo, no se veía capaz de superarlo. Tampoco podía ni tenía a quién denunciarlo, estaba en la mierda. Pero no pudo dejar de llorar, porque la violencia que empleó ese último hombre extranjero en abusarla fue desmedida. Incluso después de saberse manchada y mojada por dentro con los restos del anterior hombre, sentía cuchilladas secas que la irritaban cada vez más. Sollozó sin ruido al sentir los golpes de piel, los impactos, y emitió un lastimero bufido cuando el violador agregó un nuevo dolor a su cuerpo al introducirle dos dedos en su cavidad anal. Cualquier resistencia era sufrir de manera estúpida, lo sabía. Lo fácil era relajar el esfínter, destensar los músculos. Pero era como si incluso dentro de toda aquella barbarie infinita y dolor del que no podía escapar, su cuerpo quisiera seguir manifestándole la huida inmediata. La necesidad de escape, de alerta. Además, duraba demasiado. El agresor no se cansaba ni se detenía.

Al cabo de unos diez minutos, el extranjero también se corrió dentro de ella, y al sacar su miembro la empujó con una sola mano, haciendo que el cuerpo de Simone pendulase de lado a lado, cada vez más lento.

Finalmente la bajaron del todo y retiraron la cuerda que la sostenía al anclaje del techo. Simone temblaba de arriba abajo, pero no emitió una sola palabra. Seguía aterrorizada. El viejo junto a otro que al parecer había estado grabando el resto de la sesión se dieron prisa en desatarla y retirar de su cuerpo todas las cuerdas. Simone notó un fuerte y doloroso calambre en los hombros y en la espalda. Una de las cuerdas, al separarse de su piel, quemaba. Pero pronto se dio cuenta de que no era a causa de la cuerda, sino de su propia espalda. El viejo la sujetó de una mano, y el otro desconocido, de aspecto ruso, de la otra. Finalmente, el joven fue el que se subió a la cama para tener una buena panorámica con el teléfono de lo que grababa. El más sádico de todos, el último en violarla que también era extranjero, fue el que agarró de nuevo el látigo. Hardin sintió, al cerrar los ojos, que brotaban nuevas lágrimas de sus párpados y que le discurrían por el rostro hasta caer sobre sus rodillas. Tiraron de sus brazos y lograron elevarla unos centímetros. Entonces empezó la siguiente fase, donde sólo esperaba la tortura. Sin códigos ni advertencias, ni llantos que les valiera a ninguno. Sólo horrible y cruel dolor, impasible a sus súplicas.

Simone dejó de suplicar al quinto latigazo, cuando la voz ya no le salía. Su cuerpo seguía vibrando y acalambrándose cuando recibía las laceraciones, pero sólo podía temblar y prepararse un par de segundos para el siguiente golpe.

Cuando los azotes pasaron el número treinta, el viejo sintió que la chica ya no hacía fuerza para intentar liberarse, que comenzaba a pesar más. La observó a la cara y los ojos se le ponían en blanco. El cuerpo comenzaba a desplomarse. Rápidamente hizo un gesto y el extranjero se detuvo.

—Déjalo ya.

—Dijo cincuenta. Llevo…

—Da igual.

—No, no da igual —se quejó el muchacho, que puso en ese instante pausa al vídeo y bajó un poco la voz—. Si no lo hacemos tal cual, nos despedirá… o algo peor. ¿Cuántos quedan?

—Doce… creo.

El viejo se relamió los labios y tiró hacia arriba de su fina muñeca. Simone reaccionó el último segundo, adormilada, y volvió a sollozar. Había perdido la consciencia sólo unos segundos. Inspiró hondo y le hizo un gesto a sus muchachos. La tortura continuó. Doce azotes más tarde, que terminaron de convertir su espalda en un deformado asterisco de sangre y piel agrietada, la soltaron y la muchacha cayó de un estrépito al suelo.

No se movió un solo centímetro. Tampoco les miró. Recogieron todo el material que habían traído consigo, apagaron las luces y se marcharon.

Simone parpadeó en la oscuridad, estaba mareada. Ahora que se encontraba sola y que algo en el cerebro le decía que no volverían, los dolores se maximizaron de golpe mucho más. Luchó por agarrarse a la pared y levantarse, colocando torpemente las piernas. Nada más dio dos pasos en dirección al baño, le flaquearon y perdió el conocimiento de manera brusca.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *