CAPÍTULO 23. Salimos todos ganando
“El papel de la lingüística computacional en el procesamiento del lenguaje natural”.
Estudió diez de sus trabajos en una noche y sólo sacó algo en claro: el estudio de la Lengua era soporífero. Ni siquiera sabía cómo una persona podía dedicar toda una vida a escribir artículos de esa materia. Suzette podía llegar a ser una persona interesante, pero desde luego, no lo sería por el tema en el que había enfocado su interés. Si su marido era francés, podía imaginarse un prototipo. Su prioridad era depredarla. Era el objetivo más difícil que había tenido, aunque eso no era mucho decir dado su historial. Se preguntó cómo podía hacer caer a una mujer más mayor que ella que ya tenía la vida y el futuro bien organizados. Tenía que haber una brecha, algún hueco por el que colarse que la hiciera igual de controlable que todos los demás.
Despacho de Suzette Joyner
—Vaya dudas más tontas que tenía… —suspiró Belmont, guardando su portafolios en la mochila junto al estuche. Suzette sonrió—. El inglés es fácil.
—Aprender a hablarlo y escribirlo es fácil, pero cuando toca analizarlo… a lo mejor cambia la cosa, si no es su lengua madre —dijo, regresando abruptamente al idioma de ambas—. Tiene muy buena pronunciación, se nota que le ha dedicado tiempo.
—No es el primer año que estudio en este país, así que… —apartó la mochila de la mesa y unió sus manos. La estudió disimuladamente de arriba abajo y sonrió—. Profesora, es usted muy inteligente. Da gusto verla dar clase y me quedé impresionada ante el dominio del francés.
—¡Oh, eso…! He tenido la suerte de viajar mucho.
—Sí, pero una cosa es viajar… no todo el mundo es políglota. Su marido tiene mucha suerte.
—Qué cosas dice, Belmont…
Aunque Suzette tenía perenne un semblante agradable, Ingrid percibía en ella algo diferente. Era un aura. Quizá la colonia.
—¿Lleva mucho tiempo casada?
Joyner suspiró con un aire divertido y cortó el contacto visual.
—¿Sabe, Belmont? Le voy a contar un pequeño secreto.
—Genial —sonrió de oreja a oreja.
—Antes de empezar un año lectivo, me pongo las pilas y estudio en profundidad cada alumno que va a sentarse delante del pupitre. Todos y cada uno de ustedes tienen una historia que contar, un expediente académico… se lo imaginará, ¿no? A veces no hay razón para estar en un internado y otras sí.
—Claro… —murmuró, prefería que continuara antes de pillarse ella misma los dedos.
—Sé por qué está usted aquí. Y déjeme decirle… que no permitiré que algo así se repita ni conmigo, ni con las otras chicas que están en su misma aula. De hecho, tenemos intención de no permitir esos comportamientos ni relaciones en ningún alumno, independientemente de su sexo.
Belmont fingió una mueca lastimera, deslizando las manos fuera de la mesa.
—Entiendo. Siento si la he molestado con mis preguntas, no quería parecer que eran con segunda intención.
—Hay una línea más delgada de lo que cree entre la curiosidad y la impertinencia. Imagino que… le ha llamado la atención que tenga marido. ¿O quizá que éste hable francés…? Realmente no lo sé. Pero forma parte de mi vida personal, y prefiero que mis alumnos sepan lo mínimo.
Ingrid se cargó la tira de la mochila al hombro según se ponía en pie e hizo una reverencia.
—Discúlpeme. Lo siento muchísimo. No ocurrirá más.
Suzette tenía un ojo de halcón para ciertas actitudes y solía ser reacia a los acercamientos. Sus conocimientos en Psicología eran notables, pero Belmont parecía estar verdaderamente arrepentida. Lo quisiera o no, eso le tocó una fibra.
—No es necesario que se disculpe así. Dejando todo esto claro… que sepa que no me molesta responderle. Llevo casada con mi marido un par de años. ¿Queda satisfecha su duda?
La chica negó, manteniendo la postura.
—No hacía falta responderme. De verdad, no quería importunarla —le dedicó una mirada fugaz antes de ponerse recta—; llevo tanto tiempo castigada por mis padres que a veces olvido cómo tratar a los adultos.
Tengo que dar un paso atrás.
—Descuide.
—Sus artículos son muy buenos. Me preguntaba cómo una mujer de su talla podía tener tiempo para ser tan trabajadora, estudiar y tener vida personal. Pero entiendo lo que le haya podido parecer.
—Se le llama… organización. Y por supuesto… —soltó una risita sin querer— la parte social siempre sale perdiendo. Las horas se evaporan en el trabajo y estudiando.
—Sí… —bajó un poco la mirada asintiendo—, ya veo. Profesora, no le quiero robar más tiempo.
Suzette se levantó del escritorio y le puso la mano en el hombro. Ingrid tuvo una pequeña sacudida. Se dio cuenta de que podía traicionarla su propio nerviosismo, algo que no le solía ocurrir. Cuando levantó la mirada se encontró con sus ojos y pudo comprobar de qué color exacto eran…
…de ninguno.
—Hay otra cosa que me llamó la atención —murmuró.
—¿Sí? Cuénteme.
—Sus ojos. ¿Es usted albina?
Suzette ladeó una sonrisa y retiró la mano de ella.
—Sí.
—Entiendo —no quería preguntarle demasiado. Giró hacia el escritorio y llevó en las manos el único archivador que no iba en la mochila.
—Bueno, Belmont. Si le queda alguna duda más…
—No, no. Por el momento está bien así. No tengo más dudas.
Suzette le sonrió amablemente y juntas se acercaron a la salida.
Nada más cerrar la puerta, Belmont estudió la posición de las videocámaras. Había un conserje que deambulaba por los pisos de vez en cuando, cerciorándose de que los alumnos no subían a aquella planta si no era por motivos de tutoría. Ingrid se había leído la normativa de los alumnos, pero también la del profesorado. En ambas se resaltaba la prohibición absoluta de relaciones interpersonales más allá de los motivos académicos. Pero los alumnos, al ser aún menores, estaban exentos de repercusión real. Los que verdaderamente tendrían un expediente sancionador en esos casos, y se jugaban el puesto en cualquier escuela, eran los maestros. Ingrid fingió ser una especie de turista desorientada mientras andaba, pero aprovechó para hacer un mapa mental de los despachos. La tercera planta estaba destinada para juntas, reuniones y también estaban los despachos de Jefatura y Dirección.
Era en el otro edificio contiguo que se encontraban los dormitorios. Pero Ingrid ya había estudiado aquél a fondo. Nada más entrar los pasillos obligaban a tomar izquierda o derecha, y una cámara grababa cada persona que hacía esa decisión, junto a la hora. No se permitían alumnos en los pasillos de las habitaciones del profesorado y viceversa.
Todo eran complicaciones. Pero sentir cómo los engranajes neuronales de su cabeza se ponían a labrar en la forma de cumplir su voluntad sin exponerse la engrandecía. ¿Profesora? ¿Marido? ¿Personalidad autoritaria? Eran minucias. Nada podía compararse a su poder. No concebía el fallo, sencillamente porque le era una sensación desconocida.
Terminó de recorrer el pasillo de los despachos y se situó en la escalera lateral, pero no descendió. Escuchó una puerta abrirse, y seguidamente una charla ahogada por la lejanía. Era en la puerta de Joyner. Salía alguien, a los veinte minutos de haber salido la propia Ingrid tras su paseo. Era un hombre alto y apuesto, vestido con un traje de blusa azulada. Llevaba la americana en una mano y ajustaba los pantalones con un cinturón. El hombre tendría unos cuarenta, le recordaba a su hermano más mayor. Y tenía el pelo castaño. No lo tenía como profesor.
—Te dije que no volvieras.
Esa simple frase hizo que el cerebro de Belmont comenzara a funcionar. Como fuera, ya descubriría el pastel en otro momento.
Una semana más tarde
No había perdido el tiempo. Las escasas horas que había tenido libres las había invertido en averiguar todo lo que le fuera posible de Suzette Joyner. Internet le brindó algunas respuestas, pero nada más allá de un inmaculado perfil laboral y académico y alguna que otra foto de su vida personal. Así le dio cara a su marido: un hombre aún más alto que ella, probablemente de dos metros, corpulento y de raza negra. Belmont sintió algo de aversión al hallar la foto juntos. Él tenía en una de sus redes sociales la foto de boda de perfil. El número de seguidores de ambos le sugería que no aceptaban cuentas desconocidas. Trató de tener acceso al perfil masculino mediante una cuenta falsa, porque su lado feminista le recordaba que la inteligencia de los hombres en ciertos ámbitos sociales era equiparable a un perro instintivo y curioso. Pero no tuvo suerte. Le rechazó. Se lo esperaba. Demasiados pocos amigos y seguidores como para aceptar cuentas desconocidas, por muy realistas que parecieran. Belmont tenía doce cuentas falsas, cada una con un patrón que las clasificaba según su intencionalidad. Tres de ellas eran perfiles masculinos y el resto, femeninos. Aunque el tiempo para fingir que esas cuentas tenían vida propia real se le había reducido demasiado desde que estaba en el internado.
Como fuese, también descubrió el vehículo personal de Suzette, un Merces blanco de alta gama. Descubrió su marca predilecta de ropa, Loy Vuon y Valantino. Su color favorito, probablemente el rojo oscuro o burdeos. Los accesorios de abalorios que tenía alrededor de su pulsera de Praida tenían significados familiares, amorosos y relativos al esfuerzo, todo ello en simbologías. Ingrid dibujó con minuciosidad el símbolo de uno de los abalorios de plata, y cuando buscó la imagen por internet, le dio como resultado un “nudo materno”. Pero aún con su treintena, Suzette no parecía dar el perfil de madre. No podía confirmarlo. Su deporte favorito, el golf.
En conjunto, era un perfil elitista que entraba dentro del radar familiar que el clan Belmont podría acoger en su agrado. Le extrañó no haber oído hablar antes de ella.
*Todas las marcas están alteradas en la obra.
Aula de matemáticas
Ingrid entregó su examen y salió del aula en silencio, cargándose la mochila. Tenía diez minutos libres y no había ningún profesor merodeando por los pasillos. Así que era el momento idóneo para ejecutar su plan.
Ya estaba todo hilado.
No sólo había estudiado a su profesora Joyner, también a algunos trabajadores más del centro. Concretamente, a los que le convenía conocer el horario o personalidad de forma básica. Había estudiado los puntos ciegos de las cámaras, pero era literalmente imposible trazar un paseo en el interior de los edificios sin saber adónde iba una persona. Optó por pensar desde otra perspectiva y confiar en su propia inteligencia. Y en la estupidez de los que la rodeaban.
Edificio de dormitorios
Belmont no cruzó hacia ningún pasillo. Se quedó en la puerta de entrada y se cargó la mochila del revés, fingiendo que buscaba algo constantemente en el interior. Por dentro, tenía las pulsaciones algo aceleradas. Estaba eufórica, sabiendo que la sencillez haría aquello mucho más creíble y perfecto. Se había dado un buen sprint para llegar a tiempo.
Al paso de dos minutos, apareció uno de sus profesores por el ala del profesorado. Llevaba su maletín y también caminaba apresurado. Belmont fingió seguir mirando su mochila y andar al mismo tiempo. Chocó de bruces con él.
—Señorita, ¿se encuentra bien? ¡Tiene que mirar por dónde va!
—Perdóneme… iba con prisas… —entre todas las cosas que había soltado, se encontraba una carta con corazones dibujados, que rezaba “Para mi Ingrid”. El hombre se agachó frente a ella para ayudarla a empacar de nuevo, pero no pudo evitar fijarse en la el sobre porque cayó encima de todo lo demás. Era uno de los rectores, así que al ver aquello, frunció el ceño y tomó la carta entre los dedos.
—¿Qué es esto?
Vio claramente cómo aquella adolescente ponía cara de haber cometido un fallo. Leyó la inseguridad en su expresión, totalmente orquestada y ensayada por Belmont.
—D-devuélvamela… es privado —trató de quitársela pero él le apartó veloz la nota. La miró más enfadado.
—No sé quién le envió esto, pero me la llevaré enseguida. Espero que no sea correspondencia no autorizada en este centro.
—¡No es mía…! Quiero decir… yo no he hecho nada, no la escribí.
Tiene cara de estar atemorizada, pensó el rector. Observó la carta con cuidado y abrió el sobre. Había una carta escrita a mano alzada dentro, y al captar eso, la cerró de vuelta y se la metió en el bolsillo. Ingrid pareció estresarse con ese gesto, pero él levantó la mano para callarla.
—Señorita, las explicaciones probablemente no sean necesarias. Leeré la carta y ya está.
Belmont bajó la mirada, roja y avergonzada, y sin cruzar más palabra salió corriendo hacia su dormitorio.
Faltó a la siguiente clase a propósito, causando que sus compañeros y el profesor informaran enseguida al director. Belmont no era cualquier alumna, al igual que el resto, pero por descontado, que un alumno de aquella categoría desapareciera debía tener un motivo.
Dormitorio de Belmont
—Señorita Belmont, le insto a que salga inmediatamente de su habitación y se reúna conmigo en el despacho. No lo volveré a repetir.
Con mucho más esfuerzo del que recordaba, Belmont logró autoinducirse las lágrimas. Había tenido que recurrir a mojarse las yemas con jugo de limón, que ocultó rápido en un recoveco del armario antes de abrir la puerta.
—¿S-sí…?
El hombre parpadeó y se puso recto lentamente al ver que lloraba. Amainó un poco su tono.
—Se me ha puesto en conocimiento de cierta carta que se le ha sustraído. Esto es más grave de lo que cree, Belmont. Necesito que me acompañe y me explique todo en el despacho, junto al rector.
Ella negó velozmente.
—Estoy un poco asustada por lo que pueda pasarme… si esa persona se entera de que he dado parte.
Aquello encendió las alarmas del anciano. El contenido de la carta era denigratorio e invitaba a Belmont a mantener relaciones con el escritor. También daba a entender que ya habían tenido algún tocamiento. A juzgar por la clara reticencia de ella, no era algo consentido.
—No se preocupe, esa persona será la última en enterarse. Por eso hay que llevar esto con rapidez y discreción. Acompáñeme, por favor.
Ingrid apretó la mano en el marco de la puerta, mirándole con los ojos húmedos.
—No me siento segura. Quiero que vaya también una profesora.
—¿Una… una profesora…? Oh… ¡claro! Una mujer. Sólo hay dos profesoras… bueno, y mi esposa se ha id…
—Que venga una mujer, por favor… no… no veo otro modo en que me sienta bien. Esto está rodeado de hombres.
El director se sintió un poco imbécil. Esa cría parecía estar siendo acosada y era nada menos que la hija de Ryota Belmont, magnate máximo de los negocios más pesados de Yepal. Si había ocurrido algo tan grave, no quería imaginarse las repercusiones en él y en el internado.
—Perdone mi falta de tacto. Llamaré… —miró su reloj, con cierta impaciencia—. La única que está libre ahora es Joyner. ¿Le parece bien?
Ingrid se pasó la manga por la nariz rosada, asintiendo entristecida.
Perfecto. Ya lo sabía.
—Aguarde aquí, Belmont. Enseguida volveré con ella. No se preocupe por nada, ¿de acuerdo? Usted no ha hecho nada malo.
—Está bien… gracias…
Despacho del director
Suzette Joyner se habría podido imaginar cualquier escenario… menos ese. La selección de los profesores era minuciosa. Era cierto que Lander Becker llevaba sólo un año lectivo más que ella, pero su currículum era intachable, y tenía buenas maneras con los demás. Lo único malo que se le podía atribuir… era precisamente su relación secreta con ella. Pero cuando fue llamada de urgencia su hora libre por el director, y vio a una Ingrid Belmont abatida y asustadiza, ella también se asustó. Los motivos eran que la chica necesitaba amparo femenino frente a una conversación difícil.
En esa conversación privada, donde estaban los tres componentes más importantes de la directiva y el propio director, Belmont reveló que el profesor Becker de la clase B llevaba acosándola sexualmente desde que entró en el internado. Que la había manipulado de muchos modos, y que llevaba más un mes carteándola para no levantar sospechas en las cámaras. Cuando dijo “un mes”, la directiva se lamentó. Era el tiempo límite para reclamar grabaciones de vídeo. La mala suerte, o quizá la premeditación frívola de un depredador sexual, dejó a todos de una pieza. Ingrid se negó a compartir detalles íntimos acerca de los “tocamientos” que revelaba la última carta, pero su empatía intelectual sí que pudo descifrar la tensión y el cabreo reflejado en los rostros ajenos, y eso le dio tanto calor corporal, tanta satisfacción, que consiguió permanecer con los ojos húmedos para alargar aquella comedia.
Ahora, Lander estaba en jaque. No podía comprobarse gráficamente muchas de las cosas que se decían en el resto de cartas que Belmont había mostrado a la directiva. Lo que sí podía comprobarse eran los detalles del caso. Por ejemplo, la caligrafía. Ingrid se excitó cuando vio que la mirada de Suzette se agitaba al reconocer la letra en las cartas. Era una letra particular. Además, los horarios aportados por la adolescente de los encuentros coincidían con los huecos libres del profesor. Sin contar con que la directiva estaba preocupada por las repercusiones socioeconómicas, en caso de acabar todo aquello confirmándose. Los Belmont podían hundir el internado en una semana, clausurarlo para siempre y hundir a toda la plantilla rápidamente. Eran una mafia y su telaraña llegaba hasta el último rincón.
Pero entonces, en todo aquel mar de dudas y miedos, Belmont tomó la palabra temblorosamente.
—Él… no ha llegado a hacer nada más que eso… tocarme… y nada más… soy lo suficientemente madura para dejarlo estar. Pero no quiero que me siga mandando cartas. Si eso termina, yo… estaré mejor. Si mi camino no se cruza con el de él, estaré bien.
—Señorita Belmont, esto requiere de investigación urgente. No es un proceso agradable, pero dados los acont-…
—¡Por favor! Eso alertaría a mis padres. ¿Acaso… acaso sabe cómo es mi padre…? Quién sabe lo que podría hacer… —negó con la cabeza, y bajó la mirada—. Ese hombre no me ha hecho nada más. Y yo no tengo relación con mis padres, pero esto les sacará de quicio. Se lo pido… en calidad humana… no le avisen. Por favor. Salimos todos ganando.
“Salimos todos ganando”.
Esa frase reverberó en la mente del director. Era cierto. Miró a Ingrid con una seriedad renovada y asintió. Ni siquiera preguntaría a sus compañeros.
—¿Estaría más tranquila si trasladamos de centro a Becker?
—No me meteré en asuntos de la Dirección… yo… yo sólo no quiero cruzármelo nunca más.
El anciano asintió. Era su oportunidad. Así, podía salir indemne él, todos ellos, su internado, y la niña estaría tranquila. Parecía la opción menos arriesgada para todos. Más tarde se preocuparía por hablar en privado con él.
Ese cerdo debería agradecérselo. Si ella quisiera… podría acabar con estos cimientos. Tengo que aprovechar que se lleva mal con sus padres. Y no la ha violado por lo que parece, así que…
Después de un breve cuchicheo entre ellos, en el que Belmont miró de reojo a una Suzette apartada y pálida, se voltearon.
—Queda decidido pues. Belmont, no tiene la obligación de asistir hoy a ninguna de las clases que le restan. El resto, déjenoslo a nosotros. Agradezco que se haya abierto aquí… de verdad. Y lamentamos profundamente las molestias causadas.
Qué patéticos que son todos. Qué fácil…
Belmont aceptó de buen grado las disculpas y se puso en pie. Suzette tuvo que parpadear, aún descolocada y en completo silencio, mientras la secundaba.
—Acompáñela a su dormitorio, señorita Joyner. Usted también tiene el día libre las horas que quedan. Mandaremos a un suplente las dos horas restantes.
Suzette asintió, dio un cabeceo suave mostrando su conformidad, y susurró a Belmont que se fueran.