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CAPÍTULO 26. Un golpe de fidelidad

Suzette se recostó a su lado tal y como le había pedido, pero tomó la voz cantante y la besó. Sentía cómo la muchacha volvía a respirar más hondo, acompasando el movimiento de su boca al de ella. Sabía besar para ser tan joven, lo hacía bien, pero enseguida comenzó a sentir su nerviosismo. Le volvió a estrujar los pechos con ambas manos, amasándolos con fuerza, y buscó bajarle la ropa. Suzette se resignó. Dejó que lo hiciera. Que la tocara y la desnudara, y sintió su brusquedad al permitírselo.

—A este punto, cualquier chica se daría cuenta de que es un objeto para ti —la castaña frenó las manos sólo un segundo, la observó, y situó la cara cerca de sus tetas sin responderle. Centró su atención en uno de ellos, atrajo el pezón a su boca y comenzó a chupetearlo. Suzette se ruborizó, conteniendo cualquier reacción. Pero ver también la reacción de Ingrid, cuyas mejillas ardían y cada vez que abría la boca suspiraba cachonda, la excitó un poco también. El placer se cortó de golpe cuando se lo mordió. Apretó los dientes y la agarró del mentón. Ingrid la miró, respirando más rápido—. No hagas tanto daño sin preguntar primero.

—Todo eso no me importa. No me interesa tu placer, p-…

La mujer frenó en seco su acercamiento y se despegó de la cama, poniéndose nerviosamente su ropa de nuevo. La miraba de pie con un deje frío.

—No sé en qué estaría pensando, Belmont.

—¿Qué estás haciendo? —aumentó el tono enfadada. La otra sonrió un poco.

—Tienes otro tipo de problemas, y yo no me voy a quedar a resolvértelos. Ve al psicólogo.

Eso se salía de una respuesta esperable. Sus ojos miel la devoraban de hito en hito.

¿Psicólogo? ¿Yo, a un psicólogo? Es imposible que yo no le guste.

Estiró rápido la mano hacia ella.

—Lo siento, no te haré daño. Me contendré.

—Ya, ya, ya… ya empiezo a ver cuándo estás mintiendo —dijo con el mismo tono burlesco, arreglándose la ropa.

—S… se lo diré a…

Se lo diré a la Dirección, eso fue lo que pensó en decir. Pero se contuvo enseguida. Estaba hablando sin pensar. Y su profesora la miraba con condescendencia.

—¿Qué? ¿Ibas a volver a amenazarme con algo, Belmont? Pasa buena noche —de repente se puso seria—. Esto jamás ocurrió. Y si vuelves a amenazarme con mi hija, te juro que te acordarás de mí hasta el último de tus días. ¿Te queda claro?

—Clarísimo —dijo con los labios apretados. Suzette dio un suspiro y salió de la habitación sin mediar más palabra.

Cuando ya no podían verse, la albina se tomó unos segundos para detenerse y frotarse la cara. El corazón le latía muy deprisa, ciertamente, estuvo a punto de mandar al vertedero su carrera por ceder al chantaje de una menor.

Tiene claros problemas. Debe tenerlos… estoy segura.

Una vez en su dormitorio, se retiró el albornoz y se apartó toda la ropa frente al espejo. Sorbió despacio la saliva al acariciar la mordida que le había hecho. Ingrid tenía los dientes grandes, y seis de ellos estaban bien marcados en la aureola de su pezón. Al palparlo con cuidado, eyectó un poco de leche. Suzette resopló.

—Esa imbécil… me ha hecho daño de verdad.

Dejó el teléfono en la mesita de noche. Pensó en cómo podría lidiar con ello frente a su marido. Llevaban ya más de una semana sin verse, tocaba en tres días el descanso que tanto anhelaban. Se preguntó si podría excusarse en algo para no mantener sexo.

Si me ve esto, tendré problemas. Y si le digo que me lo hizo una alumna, ni siquiera me creerá.

Ingrid se quedó pensando en lo que acababa de ocurrir. Las únicas mujeres que se le habían resistido hasta el momento eran Simone y Suzette. Con la diferencia de que ésta última no cedió.

Pero, ¿por qué no? No tengo nada de malo. Soy joven, estoy buena y cualquiera me querría al lado. Le prometí que no diría nada a nadie. ¿Por qué no cede? ¿Acaso es que no me cree? Debe ser eso. ¿Tengo que fingir que soy más amiga suya?

Una mujer casada se le hizo apetitoso por la profanación de los límites éticos, pero en el fondo, sólo eran alicientes accesorios del auténtico festín, que era seguir probando a las mujeres que le iban despertando el interés. Era lo que le interesaba en última instancia. Y aunque fuera menor tenía el poder de otorgar su consentimiento.

La gente casada siente un vínculo con su pareja, sí, eso está muy bien. Pero… ¿sienten que deben ser fieles incluso aunque tengan la absoluta certeza de que su desliz no será descubierto? Claro que no. ¿Quién puede ser tan tonto?

Para ella no tenía lógica negarse un capricho carnal por algo que era exclusivamente “ético”. Se mordió el labio inferior y paseó la mirada por el cuarto. Seguía sintiendo rabia. No se había salido con la suya. El dolor de la pierna continuaba. Suspiró resignada y se metió la mano bajo el pijama. Sintió tal carga de humedad, que decidió masturbarse en solitario antes de dormir.


El fatídico día había llegado para Simone. Belmont había vuelto esa misma tarde y pasaría en Yepal dos semanas enteras por vacaciones navideñas. Se enteró por Roman de que ni siquiera la propia Ingrid quería ir a la mansión, no era una persona familiar.

“En cualquier caso, no te preocupes. Si ocurre algo malo, sabes que puedes llamarme para lo que necesites.”

“No creo… después de aquello, no ha vuelto a dirigirme la palabra. Ha pasado mucho tiempo.”

“Voy al gimnasio, tengo que dejar el móvil. Hoy has venido antes sin mí, traidora.”

“¡Es que me aburría por la mañana! Y… necesitaba despejarme sola, no te voy a engañar.”

“Te entiendo, si estoy de broma. Pero quiero que cuentes conmigo ante cualquier problema que tengas.”

“Lo haré. Muchas gracias… por todo. No sé qué hubiera hecho sin ti, Roman.”

Se convirtieron en mejores amigos. A pesar de ser duramente friendzoneado, Roman se sentía feliz y en paz consigo mismo. La quería mucho y había aprendido a apreciarla desde un ámbito amistoso antes que romántico. Pero sabía que sus sentimientos por ella no se habían dormido. Estaba atento cuando la acompañaba al gimnasio a las miradas que Simone levantaba a su paso. Esos siete meses totalmente desligada de su familia y de su hermana, viviendo una buena vida y estudiando en la casa que la familia Belmont pagaba, había sido suficiente para repararla al menos un poco mentalmente. Había decidido ir a la universidad. Hablar tantas horas seguidas con ella tuvo por resultado convencerla para que estudiaran alguna carrera. En un principio él se vio capaz de seleccionar la misma carrera que ella. Pero se daba cuenta, más pronto que tarde, que los estudios a él se le harían cuesta arriba. Sabía que se quedaría atrás y que acabaría perdiendo el interés por las asignaturas. A fin de cuentas, era lo que le había ocurrió en la secundaria.

Cinco horas después

Apartamento de Simone Hardin

Roman llamó con antelación a Simone para que estuviera lista. El motivo era el que ambos temían: Ingrid había comido con la familia y después de las primeras discusiones, había salido de la mansión. Pero ahora quería ver a su vínculo. A su mascota personal.

—¿Viene hacia aquí…? —Simone miró su reloj, somnolienta. Era ya medianoche.

—Sí, se ha ido hará unos tres minutos dando un portazo. ¿Quieres que vaya? No me importa agarrármelas con ella.

—N-no… no, da igual. No te preocupes, ¿vale?

—Bueno… lo dicho. Cualquier cosa me comentas.

Se despidieron y Simone colgó dando un bufido largo y perezoso. Se sentía asustada, y a causa de eso mismo la escena de contentarla era imperativa. El collar había tenido un fuerte destello azul la misma noche en que Ingrid había asesinado a su compañera en el internado y desde entonces, su brillo era más llamativo si cabía. Roman le explicó que podía deberse a cambios de alineación en el zafiro personal que Ingrid proyectaba. Ese pedazo de cristal estaba vinculado a ella en la distancia, y carecía de un revestimiento de seguridad.

“El mineral que un vínculo porta en su cuerpo no tiene razón de ser si tuviera un revestimiento. El revestimiento es una capa específica que evita que el portador haga cambios a distancia. Una barrera. Y requiere un estudio muy concreto. Los revestimientos son útiles en otros menesteres, especialmente en el campo de la robótica y de avances quirúrgicos de las altas esferas.”

Cuando Belmont llegó a la puerta, pensó en abrir con la tarjeta directamente, sin siquiera tocar. No había tenido ningún contacto con la persona que había al otro lado de la puerta desde hacía siete meses y podía resultar violento. Eso le decía su integración social. Sin embargo, lo que la había arrastrado hasta allí no eran motivos sexuales. Las horas pasadas con Joyner le hizo cambiar de intereses. Y como sólo podía ejercer el vínculo sobre una persona, había que intervenir. Quería echar a Simone del ático, librarla del colgante y prepararlo para que adornara otro cuello nada más regresara al internado.

Si esa engreída de pelo blanco es quien lo lleva… no tendrá más remedio que obedecerme, ¿no es cierto?

Los pensamientos sexuales que se le venían a la cabeza la hicieron tomar aire.

Optó por tocar al timbre y dar un paso atrás, elevando el rostro hacia lo más alto de la puerta. Había un emoji tipo pegatina de pequeño tamaño cerca del marco que le devolvía una patética sonrisa.

—¿Sí…?

—Soy Ingrid, Simone.

—Te abro.

Para Ingrid la situación no le suponía gran cosa. Pero en el estómago de Simone empezó a haber un extraño e incómodo revoltijo de sentimientos. Abrió la puerta y se la encontró de frente. Ambas se llevaron una impresión.

—Hola, eh… ¿quieres pasar?

Ingrid se quedó observándola algunos segundos, indecisa. Tragó saliva rápidamente y asintió, entrando. En lo que Simone cerraba, la miró de soslayo. Lo último que se esperaba era que verla le despertase la libido sexual. Estaba convencida de que Suzette inundaba la mayor parte de su interés, y en teoría así era, pero Simone había cambiado. Tenía el pelo más largo y ligeramente ondulado, con ese rubio tan bonito, y su expresión facial seguía siendo la de la chica inocente que conoció. Las gafas de montura fina y rosada seguían siendo las mismas. Era preciosa, no había otro adjetivo. Y una belleza distinta a la de Suzette. Cuando Simone se giró y vio la expresión de su pareja, reparó en sus mejillas rojas.

—Siento no haberte escrito —dijo Ingrid, sonriendo un poco. Simone negó rápido y le respondió bajito.

—Tranquila… no pasa nada. Ya sabía que estarías ocupada. ¿Me… me querías venir a ver?

—Ah, sí… claro —perdió la sonrisa lentamente y cabeceó hacia el sofá—. Quiero hablar contigo.

—Vale —respondió rápido—, am… ¿y algo de tomar…?

—No.

Hardin no quiso, pero los recuerdos lentamente volvían a ella. Tomó asiento a su lado, pero se mantuvo algo cabizbaja en todo momento.

¡Tengo que controlarme! Han pasado siete meses. No puedo estar así de atacada por dentro, dios mío.

—Bueno, tú dirás.

Ingrid le acarició un mechón del pelo.

—¿Has estado bien por aquí? Aunque no hayamos hablado, he velado por tu bienestar. Desde la distancia.

Simone siguió con la mirada los movimientos de su dedo. La miró sólo un instante.

—Sí… me ha venido bien estudiar fuera de la academia. He estado mucho en la biblioteca.

—¿No te gustaba estudiar aquí?

Simone tragó saliva y miró hacia atrás disimuladamente.

—Bu-bueno… aquí… no me concentraba. Así que me obligué a estudiar en la biblioteca.

—¿Por qué aquí no te concentrabas?

Simone miró a Ingrid algunos segundos y no supo si continuar con aquello. De pronto, sintió que se quedaba sin aire. Como si el cuello se le ensanchara un solo segundo. Y cuando parpadeó, tenía los ojos llenos de lágrimas. A Belmont se le cambió la expresión del rostro. Le daba mucho placer ver el sufrimiento de los demás. Pero aquello le pilló completamente desprevenida.

—¿Qué pasa, Simone…? —trató de acariciarla, pero para su nueva sorpresa, le apartó la cara. Le temblaron los labios. Hizo un esfuerzo para recomponerse.

—Nada, es igual.

—¿Qué te ha pasado? Dime.

Ingrid recordó con facilidad. Pero pensó que ya era más que agua pasada. Parecía que no.

Son todos débiles. No hay ninguna maldita excepción.

—Como si no lo supieras…

—Oh, no tengo ni idea. Me dijeron que te acostaste con unos hombres aquí. Pero no sé más nada. Y tampoco es que pudiera llamarte.

—¿Q-qué…?

Me está vacilando, tiene que estar haciéndolo… pensaba Hardin.

—Que lo que sé es que te follaste a tres o cuatro hombres aquí. No se me dijo más nada. Supuse que eran del instituto.

—¿No te contaron que entraron cuatro desconocidos y me violaron aquí? —frunció el ceño, exasperada—. ¡¡Mientes!! ¡Tú los mandaste!

Ingrid puso la mejor expresión de sorpresa que pudo, alejando las manos.

—¿Qué…? ¿Por qué iba a hacerte tal cosa…? ¿Crees que soy tan mala?

Simone desprendió la primera lágrima, abatida. La miraba con una expresión de dolor y de confusión. Ingrid captó aquello e insistió.

—Pensé que el tiempo que pasamos juntas había significado algo para ti —le recriminó—, ¿por qué tuve que ser yo?

De repente recordó a Kenneth. También podía haber sido él. Si todos esos meses había culpabilizado a Ingrid sin ser la auténtica criminal, estaba pagando su dolor con ella.

—Dijiste que ibas a castigarme… por…

Ingrid volvió a acercar una mano a su rostro, esta vez con más cuidado. Acarició una lágrima con su pulgar y Simone se puso nerviosa, pero no la apartó.

—Bueno, lo dije porque me apetecía mucho llevarme un vídeo tuyo de recuerdo, en el internado no tenemos muchos entretenimientos —alcanzó sus gafas con ayuda de la otra mano y se las retiró poco a poco. Tenía las mejillas encendidas y rosas, húmedas.

—Has tenido que ser tú, porque si no… no se me ocurre nadie. Tu hermano intentó acostarse conmigo, pero no insistió cuando me negué.

—¿Quién… Roman…?

—No…

—Kenneth.

Simone dejó la mirada perdida en un punto muerto, no quería volver a salir escaldada de ninguna forma. Ingrid sonrió tratando de reconfortarla.

—Kenneth, ¿verdad? —insistió—. No volverá a molestarte.

—N-no quiero saber nada… de quién fue o quién no fue… pero no digas nada que pueda volver a perjudicarme de ese modo… por favor.

—Yo no hice tal cosa. Si me pides que no le diga nada, no lo haré.

Simone la miró de vuelta, tratando de leer algo en aquellos ojos. Ingrid parecía preocupada, y si estaba fingiendo… le salía bien.

—¿Sabes? Si no te fías de mí, podemos librarte de toda esa carga —tomó el colgante por el mismísimo zafiro. Simone bajó la atención a sus dedos—. ¿Te parece bien?

—Te refieres a quitármelo…

—A todo. No voy a tener vínculos con alguien que no está a gusto con él.

Simone se percató de la primera contradicción. Y es que Belmont, bajo ciertas situaciones, no era calmada. Recordaba su situación de dominancia y poder sobre los demás cuando no se salía con la suya. Lo más doloroso había sido achacar que su castigo había sido el que recibió de esos violadores, pero ahora, la parte de su cerebro que seguía admirándola y enamorada de ella había vuelto a la vida en esa charla. Sus sentimientos habían estado algo dormidos por la distancia, pero seguían latentes. Simone apretó un poco los labios.

—Si me quitas el vínculo, tendré que volver con mis padres… y ellos… ya no podrán permitirse el nuevo piso en el q-…

—¿Tú harías tantos favores a alguien que ni te quiere ni te cree? —la interrumpió. Simone se lo esperaba, así que asintió y se limpió las lágrimas rápido.

—No, claro, está bien. Lo entiendo perfectamente.

Ingrid no sentía su pena. Pero tenía que reconocer que si le quitaba el colgante sin acostarse con ella, iba a lamentarlo. Simone salió de su cercanía y recogió sus gafas muy deprisa. Se encaminó hacia el dormitorio.

—Espera. Simone, no he terminado.

—¿Qué más da? —ya a sus espaldas volvió a sollozar, amargada. Empezó a sacar de los cajones las prendas más básicas y las fue tirando sobre la moqueta.

Cuando Ingrid entró, estaba vaciando la mochila y metiendo atropelladamente ropa adentro. La castaña se aproximó y la tomó de la muñeca.

—No tienes derecho a ponerte así. Yo no te he hecho nada.

—Acabemos rápido ya esta conversación. Dime a lo que venías y quítame el collar.

Si le digo a lo que venía, ya no tendría sentido lo bien que he quedado.

—Si quieres, puedo dejarte un par de semanas para que os instaléis de vuelta.

—A mí puedes echarme a la calle si quieres, tengo algo ahorrado y puedo pasar la noche en algún hotel. Pero te agradecería que dejaras a mis padres unos días para que encuentren algo más barato para mudarse.

—Está bien. Esos días los tendrás tú también, así que no hace falta que sigas actuando así. Ven un momento…

Simone dejó de meter la ropa y resopló, entre triste y cabreada. Se aproximó a ella.

—No quiero seguir robándote más tiempo.

—Eres bastante más desagradecida de lo que recordaba. Parece que los lujos cambian verdaderamente a uno…

La rubia negó con suavidad.

—No… pero es que… esos hombres…

—¿Sí…?

Simone giró un poco la mirada y cerró los ojos al recordarlo. No. Cerrado a cal y canto era como tenía que estar ese recuerdo, porque era demasiado humillante y doloroso.

—Me hicieron mucho daño… por más que lloraba… les daba todo igual… —no pudo contener las lágrimas, otra vez. Ingrid se excitó al verla.

—Kenneth tiene amistades peligrosas. Siento todo lo que te ha pasado, Simone… de verdad… pero yo no tengo nada que ver. Lamento haberme enterado tan tarde. Hubiera hecho… no sé, algo. ¿Hace cuánto fue?

Simone bajó la mirada suspirando fuerte. Trató de hacer cuentas.

—Fue… al poco de irte… irrumpieron aquí porque tenían llave… no rompieron nada.

—¿Y qué te hicieron?

Simone negó rápido ante esa pregunta y volvió a sollozar, alterada. Ingrid la tranquilizó abrazándola.

—Bueno, perdona… no me digas nada.

Total, ya lo he visto todo por vídeo.

Hardin le correspondió al abrazo.

—Lo que más me ha costado… es dormir sola. Fui a un hotel las primeras noches, cuando regresé del hospital.

—¿¡Hospital!?

Simone asintió.

—Tuvieron que coserme algunas heridas de la espalda… me dieron latigazos con algo. En fin… nada agradable. No se lo deseo a nadie.

Ingrid se mordió el labio más excitada todavía, al recordar las imágenes en su móvil. Se separó bruscamente de ella agarrándola de los hombros.

—Déjame verte la espalda. ¿Te cosieron bien?

—No. Tengo varias cicatrices… preferiría que no las vieses.

—No. Quiero verlas. Así que deja que lo haga.

—… —al principio pensó en negarse de nuevo, pero cerró los labios. Qué más daba ya. Sólo deseaba que sus padres jamás se enteraran. Lo había llevado en secreto hasta el momento. Se separó un poco para quitarse la camiseta y giró para enseñarle las escápulas. Ingrid acarició la piel. No sabía con qué parecer quedarse. Por un lado, no le gustaba que su piel ya no estuviera tersa allí. Era una fealdad ver que, a pesar de su juventud, partes de la espalda estuvieran revestidas por la irregular piel que quedaba cuando surgía una cicatrización. Los hombres que le habían hecho daño cumplieron con lo que pidió. Y ese era el otro lado. Le ponía cachonda verla marcada como si fuera una muñequita maltratada. Pensó en qué hueso podría partirle para discapacitarla un tiempo. Quizá una temporada larga que la hiciera completamente dependiente de ella. Y expuesta a lo que se le antojara. Miró el colgante. Esperaba que fuera un vínculo débil, debido al nulo afecto que sentía hacia ella. Sin embargo, si Simone la quería, cuando la despojara de él sí que podía sentir su cuerpo humano (y sin poder) alguna molestia.

Simone dio un brusco respingo cuando sintió que pegaba la boca a una de sus cicatrices. Se giró violentamente, saltando del sofá y se bajó la camiseta.

—La verdad es que… me gustaría pasar lo que queda de noche sola. Perdóname.

Ingrid suspiró lentamente y dejó caer la espalda en el sofá.

—No me iré.

—Dijiste… dijiste que sería como mi casa mientras yo estuviera aquí…

Ingrid fingió una risa desganada y la miró fijamente.

—He venido aquí también porque no me quieren en casa. Pensé que te haría feliz verme. Sólo me ocasionas problemas y disgustos, igual que ellos. Y ni siquiera te has alegrado de verme. Claro que me voy y te dejo en tu casa —remarcó, poniéndose en pie y acercándose el bolso. Simone cerró un instante los ojos al verla caminar hacia la puerta.

—Es… espera.

Ingrid hizo un gesto asquiento cuando trató de frenarla y salió dando un portazo.

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