CAPÍTULO 10. La guarida de Stohess
A raíz de la caída en la sala de rehabilitación, Annie había estado plenamente pendiente de ella misma, sin apoyarse emocionalmente en nadie. Su hermetismo volvía a ser parte de ella, no precisamente porque quisiera hacerlo, sino porque era lo que le salía de forma más natural cuando sentía que podían hacerle daño.
Demasiados fueron los días que pasó desapegada de Armin en seco, y aunque sabía que él también estaría lamentándolo, se abstuvo de forzar ningún encuentro con él o con alguien de su entorno. Por suerte para su salud mental, lo tuvo fácil: los comandantes de otros distritos habían rotado sus posiciones, por lo que el nuevo mandato del cuartel de la Policía Militar era un dirigente diferente al que les pilló infraganti teniendo relaciones sexuales. Debido a la magnitud del ataque que Annie recibió, aquel tampoco dio parte de lo ocurrido a ninguno de sus jefes. Cuando la joven entregó los papeles médicos de su recuperación, el nuevo comandante le encomendó otra importante misión.
Y esta era mucho más complicada.
Ciudad interior
El carro tirado por caballos había atravesado hacía una hora el cartel de bienvenida al Distrito Stohess, y una vez pasó su identificativo en el cuartel pertinente, le habían dado un único día libre para instalarse y descansar del largo viaje. Annie volvía a recordar cuán atrasada seguía la isla de Paradis para esos caminos. En la ciudad interior, sin embargo, había una mayor disponibilidad de coches a motor, los caballos se habían dejado más de lado para practicar otro tipo de deportes con ellos, y mucha de la calzada había sido asfaltada. Las nuevas tecnología llegaban lentamente, pero llegaban, y como era de esperar, habían empezado en la ciudad más rica y más interna del continente.
Annie no descansó al llegar a su habitación. Compró algunos víveres y mientras comía, esparció sobre el escritorio los papeles que los jefes le habían dado en Shinganshina. Tenía que encontrar la supuesta guarida principal de Rusty y era obvio, por la cantidad de seguidores y los rastros de coderoína que sus lacayos habían dejado en bosques colindantes, que su núcleo de operaciones estaba en Stohess. Leonhart no tendría ayuda, aunque Reiner y Hitch no vivían muy lejos. Ni siquiera les diría que estaba allí, no quería tener ningún momento de ocio.
En cuanto estudió los hallazgos que sus jefes le facilitaron en los documentos, Annie sacó lápiz y regla y trazó puntos de encuentro. Encuentros de droga, de esclavas, de seguidores de Rusty o de algo sospechoso vinculado a la mafia. No le costó darse cuenta, un par de horas más tarde, que había ciertos puntos calientes donde a lo largo de los últimos años había habido más movimiento y más muerte. Por muchos rodeos que quisieran dar, los atajos les delataban. Eran personas que podían leerse por sus torpezas, y para suerte de la rubia, habían tenido muchos descuidos desde que Historia Reiss había estado pendiente y estudiando meticulosamente sus movimientos. Su ascenso al trono les había dado muchos quebraderos de cabeza. Una vez terminó de comer y de tener un mapa mental en su cabeza, grapó los documentos y los guardó en un compartimento doble, dejando un pelo de su cabeza en cierta orientación pillado con el cajón para proteger aquella información. El pelo era clave para saber si alguien había husmeado en su habitación. Lo dudaba, pero… tenía alguna que otra sospecha que se había estado callando.
Plaza de los nobles – Ciudad interior
Para disimular, Annie había ocultado dos cuchillos en sus botas, que a su vez estaban ocultas por el largo de los pantalones tácticos. Arriba, una sudadera que solía usar para entrenar, de color blanco. La holgura de la prenda le permitió ocultar sin problema su pistola y su identificación, ambas bien ceñidas a su figura para no tener problemas al combatir cuerpo a cuerpo.
Los habitantes de ciudad interior no le parecían del otro mundo. Igual que en la antigua patria de Marley, habían ricos a los que se les notaba la riqueza, y ricos que preferían huir de una imagen ostentosa. Annie se sentía más familiarizada con estos últimos, ni aún teniendo mucho dinero podría emperifollarse tanto como esas mujeres con las que se estaba cruzando. Hitch tenía mucho dinero y tampoco se pintaba como una puerta, pero las veces que la había visto sin uniforme se daba cuenta de que una grandiosa parte de su sueldo se iba en la calidad de sus prendas. Normal, pensó, es bastante guapa. Siempre ha sabido sacarse mucho partido. Cuando paseó lejos de la fuente principal donde varios ciudadanos y turistas paseaban, se coló ágilmente por las tiendas traseras del mercado principal. Las grandes marcas quedaron atrás, y en su lugar aparecían muchos negocios encarados por jóvenes hermosos, con hermosas trabajadoras que iban de aquí para allá con los brazos llenos del producto que fuera. Varias de esas chicas iban y venían tantas veces, que no llegó a encontrarse con dos iguales en ningún momento. Era casi perturbador, si se paraba a pensarlo. Suspiró y cuando no se sintió vigilada por nadie, escaló el muro trasero de una de las edificaciones de piedra. Al estirarse tanto en cada braceada, llegó un momento que las pupilas se le empequeñecieron, tuvo un pinchazo agudo de dolor que había dado ya casi por olvidado. Se aguantó y dio un enérgico salto hasta la azotea, y rápidamente se ocultó en el primer muro del borde que pudo. Si se había subido allí no era para tener una panorámica mejor de los mercados precisamente. Si se había subido allí, era porque observando los informes se había percatado de algo muy interesante: la mayoría de raptos concluían con huellas de pisadas que terminaban de golpe. De hecho casi todas ellas. Lo que indicaba un modus operandi similar casi siempre. Algunas veces aprovechaban el gentío para que los gritos de las secuestradas no se oyeran, pero la mayoría de veces…
—Lo hacen a través de la azotea. Si forcejean aquí, nadie se entera.
Masculló en voz baja, agazapada bajo el muro. Intentaba oír los sonidos de aquel ambiente elevadizo. Apoyó una mano en el costado resentido durante la escalada: el maldito disparo aún seguía dando sus quejidos en sus fibras musculares. No todas las fibras estaban regeneradas, eso lo sabía. Esperaba que esa estupidez no le diera problemas, se negaba a volver con las manos vacías. Si hacía ese trabajo bien, pediría unas vacaciones y se iría a otro lugar, muy lejos de Paradis. A pesar de que adoraba su trabajo, una parte de su cabeza y de su corazón se sentía herida y el tener la mente ocupada, aunque a priori funcionaba, cuando le tocaba irse a dormir notaba el peso de los recuerdos. Negó con la cabeza, quitándose aquello de la mente y volviendo a centrarse.
Huele a fogata. ¿En la azotea?
Annie destrabó de la bota un cuchillo y lo ajustó bajo la manga. Se recogió el pelo y respiró un par de veces, hasta entrar en su estado de calma habitual. Al asomar la mirada por encima del bordillo, dirigió sus ojos celestes al resto de azoteas. No veía nada sospechoso. Contó hasta tres, y se puso en pie rápido, saltando vertiginosamente a la azotea del siguiente edificio. Cayó haciendo una voltereta y volvió a esconderse tras el muro. El olor a leña quemada era más intenso.
—En los suburbios es más complicado. Ya lo sabes. Y ellos saben que es el lugar habitual. No podemos seguir haciéndolo allí con tanta frecuencia.
Annie gateó silenciosamente hasta el lugar de donde provenía la voz. El muro corto de aquella azotea por la que se movía tenía pendiente, y había una parte por donde no podía continuar a menos que quisiera ser vista.
—La última gritó tan fuerte que se enteraron hasta en esta plaza. Lo mejor es tener el calmante preparado, y por amor del cielo, no te lo acerques a la nariz cuando esté empapado. Es muy fuerte.
—¡Fue por los nervios, imbécil!
Ese último grito hizo que Annie abriera más los párpados. No conocía la voz, sin embargo, era la de una chica. No era una rehén. Parecía saber muy bien de lo que hablaba con aquel bandido.
—Si las atraes tú es más fácil, pero de nada sirve si la cagas de esta manera. Eres la única mujer que puede hacerlo, porque las otras dos… ya sabes.
—Si. No me cae bien, es muy altanera —respondió la muchacha.
—Es muy lista. Y una buena conexión. Es lo único que a Rusty le interesa. Pero si tú no haces bien tu parte, se nos jode todo.
—Parece que al final, dependéis de las mujeres. ¿Y para qué has venido tú si puede saberse, entonces? ¿A vigilarme?
—A vigilar que lo hagas bien y a cargar con el cuerpo, ¿o piensas que íbamos a disponer de todas las comodidades para ti? Pues no, linda.
Se movieron, y Annie tuvo dificultades para escuchar la voz más tenue que tenía la chica. Se humedeció lentamente los labios y sacó el otro cuchillo, que tenía la hoja tan pulida que podía hasta maquillarse los ojos si se miraba en ella. Con sumo cuidado, se sentó cerca de la zona donde el muro se terminaba y acercó la hoja, cambiando lentamente el ángulo para observar el aspecto de los que estaban hablando. El espejo de la hoja le ofreció muro y humo de la fogata, pero con un poco de paciencia, vio a un hombre de espaldas. Fumaba. La muchacha parecía estar hablando, pero coincidió con una subida de decibelios de la música que había en la plaza, los carros con viandas de la feria de los poblados y un sinfín de odas en forma de voces y corros de niños. Annie suspiró y retiró la hoja. No pudo escucharla y no llegó a ver nada útil de su fisonomía. Su nuevo comandante tenía razón:
«Irás durante la feria de los libros y la comida. Es una fecha de punto caliente a sus secuestros, sobre todo de chicas. Por otro lado, hay un descenso en la venta de coderoína. La reina Historia ha dado preferencia al tráfico de las chicas para acabar con esta pesadilla de una vez. No hace falta que mates a nadie si es demasiado peligroso. Pero por favor, Leonhart, necesitamos información.»
Annie priorizó lo que tenía que priorizar y se guardó el cuchillo. Asomó la mirada por encima del borde y obligó a sus ojos a discernir entre tanta humareda. Pero no le hizo falta ahondar en aquel esfuerzo. El hombre acababa de pisotear la leña, y la chica que lo acompañaba se giró para seguir cruzando algunas palabras con él. La policía se quedó de una pieza y el corazón le dio un vuelco.
«Era pelirroja, con la cara y el cuerpo llenísimo de pecas. Los ojos negros. Jamás había visto a una chica así, si te sirve de algo. No tengo más información. Lo siento, Annie…«
La recepcionista del cuartel militar se le materializó rápidamente, recordándole cuál fue su testimonio cuando investigaron su «accidente» en la estantería de la sala de rehabilitación. La falsa recluta. No necesitaba una descripción más fiable. Tragó saliva y al ver que la muchacha se volteaba, se escondió rápidamente hacia abajo, como una flecha.
El paso de los minutos se le hizo eterno en aquella incómoda postura. Pero al cabo, se dio cuenta de que los malhechores no estaban hablando, la música se disipó en cuanto las tiendas ambulantes siguieron su camino. Cambió de posición y volvió a asomarse para mirar la azotea de nuevo.
—Te pillé, cabrón.
Farfulló en un tono casi inaudible, tan airosa como cabreada, al descubrir cómo maniataban a una muchacha entre los dos. La chica secuestrada estaba inconsciente, ni siquiera Annie estando tan cerca había podido escuchar si había gritado, si es que siquiera le habría dado tiempo a hacerlo. La cuerda, fina y fuerte, estaba anclada al conducto de agua de uno de los laterales del muro mediante un gancho. Annie se ensombreció de ira al ver que era equipo de la Policía Militar. Y de los nuevecitos. La cadera de la pelirroja tenía el equipo de maniobras, pero no sólo eso. También la capa y la insignia. Todo adquirido por el mercado negro mediante el robo. o bien compra ilegal, aunque para ambos casos necesitaban intermediarios. Eso significaba que había alguien de la Policía Militar implicado. Los delincuentes, con sobrada experiencia, hicieron un nudo en las muñecas y tobillos de la chica y le taparon los ojos, también la boca. Después, la voltearon en el interior de una lona y seguidamente la enrollaron dentro de una alfombra gigante.
Por eso necesitaban sus músculos, pensó. El sistema es infalible si se hace bien. Es demasiado infalible. Primero ella las engaña haciéndoles creer que es policía, las lleva a un callejón, las duerme y se engancha a la azotea con el equipo. El mastodonte que la acompaña es la fuerza. Ya entiendo.
El gigantón se puso en pie con esfuerzo, cargando el cuerpo de la muchacha perfectamente oculto entre la lona y la alfombra, sobre su hombro. La diferencia entre la azotea de Annie y la de ellos, es que esa presentaba escaleras que les facilitaba el resto del trabajo. Nadie preguntaría. Nadie sospecharía. Era rematadamente fácil de hacer.
Habitación temporal
Annie no sólo se quedó con el modus operandi de la mafia, sino también con sus atajos, sus contraseñas para circular por algunos suburbios y finalmente, su guarida principal. Se apuntó las coordenadas en papel y regresó a su habitación colmada de información que tendría que asimilar. ¿Una semana? Ni siquiera le hizo falta dos días para averiguarlo.
En el camino de vuelta había comprado algo de carne para tener energías, el precio seguía siendo desorbitado. La comió junto a pan y queso mientras observaba el ir y venir de los pueblerinos por la ventana. Se notaba que pese a ser de pueblos más apartados, tenían un poder adquisitivo diez veces mayor que en la periferia. Algunas cosas no cambian, pensó.
Cuando terminó de cenar, se puso ropa más cómoda para descansar y se sentó frente al escritorio, escribiendo todo lo que había descubierto. Una vocecita interna le decía que entregara todo aquello rápidamente al cuartel general, que no dejara pasar más tiempo. Pero conocía perfectamente el método militar… lo que harían, en nombre de la protección ciudadana, sería irrumpir en el escondrijo que acababa de descubrir y echarlo abajo, con altas probabilidades de que Rusty ni siquiera estuviera allí. No le interesaba haber llegado tan lejos y que aquel hijo de puta no pagara.
Sin embargo, pronto daría parte a su cuartel de Shinganshina. No dejaría pasar más tiempo que mañana por la mañana, cuando volviera a vigilar la zona en busca de más adeptos. En su escrito, esa noche, hizo una descripción sumamente detallada de todo lo que vio, y las características físicas que vio de ambos. Aquello planteaba nuevas cuestiones. ¿Por qué esa chica pelirroja había querido hacerle daño? Ni siquiera pretendía matarla, sólo hacerle daño. ¿Por qué esa inquina hacia ella? Y por otro lado, ¿qué la había hecho decir que era una recluta? ¿Sólo por hacer esa estupidez de tirarle encima un estante? No tenía sentido. Había cosas que se le escapaban. Nadie se tomaba esas molestias por objetivos tan llanos. Pero sus sospechas iban dirigidas hacia Sarina. No podía evitarlo. El corazón lo sabía. Su mente necesitaba más pruebas para confirmarlo. ¿Sería Sarina esa «chica altanera» que a la pelirroja no le caía bien?
Todo aquello lo apuntó en una hoja aparte, pues no estaba directamente relacionado con la investigación del tráfico de mujeres. Independientemente de su mala relación con Sarina, le preocupaban cosas más importantes, como el destino de la chica que había sido secuestrada y que muy a su pesar, no había rescatado. Sólo esperó que el destino no le guardara una mala carta. Finalmente, amontonó todos los papeles y se dirigió al cajón para guardarlo en el compartimento secreto. Pero cuando se agachó y acercó la mano al tirador, ésta se detuvo, atenta al pelo que había dejado anteriormente. Annie tenía el pelo muy muy fino, y tan rubio que casi podía confundirse con blanco si sólo se miraba un único capilar. Era casi imperceptible a la vista, sin embargo, supo que alguien había estado allí. Esa persona había sido lo suficientemente confiada para abrir el cajón demasiado rápido, y lo suficientemente ágil para darse cuenta de que al hacerlo, ese pelo cayó. Y lo volvió a pillar con el cajón. Para su desgracia, lo había colocado en una orientación distinta, fruto de no haberse percatado al principio de que estaba ahí. Annie abrió con cuidado el cajón y hojeó sus cosas, pero no habían sacado nada.
Saben que estoy aquí, pero no les interesa que lo sepa. Claro que no.
Antes de tomar una decisión, estudió la habitación por completo. No descubrió mucho, el intruso había sido muy meticuloso. La cerradura no había sido forzada. Sus zapatos debían estar impolutos, no dejó ni un atisbo minúsculo de tierra en ninguna parte.
Pero para desgracia del autor de los hechos, tuvo un segundo descuido mil veces más delator que el del pelo.
—No. La chica altanera no es Sarina —murmuró, suspirando.
Se iría de esa habitación esa misma madrugada. La función de seguridad ya no la tenía. Empacó todo, y sin decir nada a nadie, marchó hasta el cuartel militar de Stohess, donde le cedieron protección y alojamiento.
«La llegada de la carta de Annie me hizo sentir observado y vulnerable. ¿Cómo demonios no me había dado cuenta?«