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CAPÍTULO 14. Una advertencia ósea

—Eh, tú. Perra. Pasa el balón.

Simone y Mimi levantaron la cabeza de sus libretas. Ambas eran mascotas, así que podía haberle hablado a cualquiera. Samael Graham se acercó cada vez más al vallado que le separaba de ellas, y a medida que la distancia era menor, la rubia pudo discernir que la estaba mirando a ella. Se puso de pie como un clavo.

—¿Eres ciega o sorda? Pasa el balón. No me hagas escalar.

—Voy… —Simone soltó sus apuntes y caminó rápido. Los ojos celestes de Graham daban miedo. Era un muchacho alto e increíblemente atractivo. También un cabrón. Pese a que su familia no pertenecía a ningún clan con sello corporal, se dedicaba al oscuro arte del sicariato. Y eran especialmente conocidos por su sangre fría y eficacia. Si tenían un objetivo, no duraba en su radar más de una o dos horas. Los Belmont y los Ellington tenían buenos vínculos con los Graham. Simone se apresuró en agacharse a por la pelota y la lanzó por encima de la red. El muchacho la paró en el aire y no le hizo más caso. Cuando regresó con Mimi, le devolvía una mirada de susto.

—Buf… ¿estás bien?

—Estoy bien —asintió rápido, sentándose a su lado—. He sacado la misma nota que Hansen… en casi todas las asignaturas. ¿Crees que un insulto va a tirarme abajo el día?

—Te noto más optimista… y eso es decir en ti —rio Mimi, volviendo la atención a sus hojas. Hardin lanzó un suspiro largo y dejó de estudiar para volver a sacar el móvil.

No había que ser un lumbrera para relacionar su ánimo mejorado a que charlaba con alguien.

—No es que esté más optimista… es que me siento contenta. Sólo me queda un curso para dar el salto a la facultad. Además… a muchos de estos imbéciles los perderemos de vista ya. ¿No te das cuenta, Mimi?

La morena elevó los hombros. No sólo los de diecisiete años viajarían a otros países para continuar con sus estudios: los más peligrosos se pondrían ya a trabajar en los negocios familiares, y los que no, probablemente los perderían de vista por la distinta selección de carreras. Fuera como fuera, aquello se sentía como la libertad. Pero todavía faltaba un año. Mimi cerró la libreta y bajó un poco el tono.

—Lo que me da rabia es que seamos nosotras la que tengamos que aguantar este tipo de tratos. Así no fue como me lo pintaron.

—Ya… a mí tampoco. Era un trato de protección. Pero empiezo a creer que es sólo un pretexto para maltratar a los estudiantes de bajos recursos.

Mimi asintió. Cabeceó un poco, tratando de evadir el tema.

—En fin. Y tú, ¿vas a decirme qué te tiene tan feliz?

—Ah… —se sonrojó un poco y apretó el teléfono en las manos—. Estoy hablando mucho con una persona que me gusta.

La chica abrió la boca.

—¡Mala! ¿Cuándo pensabas contármelo? ¿Quién es, le conozco…? —intentó asomarse a su pantalla, pero Simone bloqueó rápido el móvil y se lo guardó sonriendo. Esperó a que un grupo de estudiantes pasaran de largo y la miró emocionada.

—No te puedo decir mucho… pero fue hace dos días. Nos fuimos sinceras, y… bueno. Me besó.

—¿Uh, sinceras? —ladeó la cabeza—, ¿estás hablando de otra chica?

—Sí… —estaba ruborizada por completo—, mira, a mí ya me da igual todo, es una chica a la que llevo admirando mucho tiempo en secreto.

—Por dios, amiga… dime sólo que no es la víbora de Yara Hansen… y que eres una masoquista de esas que disfruta de las humillaciones en clase…

—No, no. Pero no sigas intentando adivinar nada. Ahora mismo es mejor que nadie sepa de quién se trata.

—¿Ni siquiera vas a contármelo a mí, que soy tu mejor amiga? Me parece feísimo… —puso morritos.

—Mascota. La de la chaqueta amarilla. Ven conmigo.

Las dos chicas guardaron silencio sepulcral. Una tercera voz las había interrumpido y no era cualquier voz. Cuando los ojos de Hardin se cruzaron con los de Paulina Ellington, sintió que perdía el habla. Aquello era malo. Era terriblemente malo. Toda la buena onda que sentía se esfumó. Sin decir nada, se puso en pie y caminó tras ella. Dos estudiantes con cara de haber desollado a alguien cubrieron su retaguardia.

—¿Está todo bie-…?

—No hables.

Paulina no se giró ni dejó de caminar. Al cabo, otras tres compañeras se unieron. Algunos estudiantes que estaban en su recreo siguieron atentos al grupo y los cuchicheos no tardaron en desplazarse. Pudo reconocer a lo lejos a una amiga de Hansen, que en cuanto captó lo que ocurría, corrió a mucha velocidad repentinamente en otra dirección a informar a las hijas del resto de clanes.

Para cuando llegaron al sitio donde parecía que la charla iba a empezar, Simone ya estaba con todos los músculos tensos. Sabía que algo no iba bien porque la habían llevado a la parte de atrás de un enorme castaño. El tronco tenía tal diámetro, que a menos que el conserje pasara justamente por allí, no tenía por qué verles.

No pueden hacerme nada en tan poco tiempo. En diez minutos acabará el recreo, pensó Hardin.

Paulina Ellington era una muchacha de alta cuna, malcriada igual que las demás, cuya familia tenía disputas importantes por el territorio y por el origen de sus riquezas. Más del 80% del dinero que movían era sucio, por lo que la única manera de sortear la ley era bajo la extorsión y otro tipo de tratos que la inocente cabeza de Simone Hardin desconocía. Cuando se giró y la miró bien, Ellington sonrió.

—Seré breve, porque no tenemos que hablar. ¿Verdad que no tenemos que hablar para nada, chucho? —Simone negó rápido, sin verbalizar—. La deuda de tus padres ascendió anoche a los 53.000 dólares, por supuesto. ¿El zángano de tu padre piensa pagar en algún momento? Es sólo para saber si tengo que ir rompiéndote algún hueso.

Simone abrió titubeante los labios.

—Piensan pagar… te lo aseguro.

—Bien. Eso era todo. Recordártelo.

Simone la miró tratando de tragar saliva, pero ésta ni siquiera pasaba por su garganta de lo contraída que estaba. Carmella Ellington le dio un codazo a su hermana y frunció el ceño.

—Que lo haga Jensen. No quiero que los Belmont estén recordándonos otras cosas. Y vigila que no saque el móvil.

Paulina asintió e hizo un gesto visual a Jensen, uno de los grandullones de su clase que siempre las acompañaba.

—Rómpele un dedo y vuélveselo a colocar.

La imponente y altísima figura de Jensen Mason dio un paso al frente. Simone empezó a hiperventilar, dándolo hacia atrás.

—¡N-no… por favor…!

—Ogh… ya empiezan —la otra rubia rodó los ojos y dio media vuelta, alejándose. Carmella soltó una risita maquiavélica y acompañó a su hermana a clases. El resto se quedó a ver el espectáculo. Simone reaccionó muy tarde para tratar de huir. Enseguida, Jensen le encerró el brazo con una sola mano y logró empuñar su muñeca con facilidad. Al lado de la suya, la mano de Simone era enana. La estampó de bruces contra el tronco y auxiliado por otro grandullón, la aplastaron mientras Jensen le encerraba el dedo meñique de la mano. Ambos eran fuertes, aunque la lucha de Simone por liberarse empezó a ponerles las cosas difíciles si querían hacer un trabajo que no llamara la atención. De un tirón seco se lo dislocó hacia atrás y la chica chilló desesperada, empezando a sollozar.

—Tápale la boca o tendremos que volver a sobornar a ese gilipollas del conserje.

—Sí —su compañero la agarró de la trenza y le levantó la cara hacia arriba al tironearla, tapándole la boca. Simone lentamente volvió a agitarse, sabiendo que no habían terminado. Arqueó el cuerpo más violentamente, lo que hizo que a Jensen se le escurriera su fino dedo de su manaza. El auxiliar la abofeteó y volvió a taparle la boca, apretando fuerte hasta que la chica no pudo mover bien la mandíbula. Pero lo único que podía sentir era sus temblores y cómo le llenaba la mano de lágrimas.

—Chsst, Vincent. Mira eso —musitó Jensen con una sonrisa radiante. Señaló con las cejas hacia abajo. Cuando el chico se asomó se partió de risa junto a él, igual que el resto de espectadores. Sin soltarla de la muñeca, Jensen le levantó la falda y contempló algo excitado que seguía orinándose. Una de sus piernas tenía una línea dorada por la que seguía transcurriendo el pis.

—Pobrecilla… está cagada del susto —Vincent acortó distancias con ella y la besó en la frente. Pero se pusieron serios en seguida. Le hizo un gesto de confirmación y Jensen atrapó de nuevo su dedo. Se lo recolocó en su sitio de un par de movimientos. El segundo hizo que la joven chillara con más agonía, golpeándose ella misma contra el tronco.

—Ten cuidado, hombre… —le regañó.

—Tiene los dedos demasiado finos. No es tan fácil colocarlo bien, lo fácil es dislocarlos.

—¿Y por qué has escogido un dedo tan pequeño?

—Es el dedo más inútil… —soltó a Hardin de un empujón—. Para que luego digan que no soy atento.

Vincent también la soltó. Simone se quedó ovillada entre las hojas, temblando. Había dejado de llorar. El resto de estudiantes que pasaron por su lado siguieron mofándose un rato más hasta que desaparecieron de allí.

Aula

Ingrid no pasó por alto la ausencia de Simone. Nunca faltaba. Nadie solía faltar nunca a la escuela así como así. La había visto asistir a todas las clases anteriores, así que supo que algo no iba bien.

No tardó demasiado en enterarse de lo que había ocurrido durante el recreo. Uno de sus múltiples soplones se había reunido con Yara y Leah antes de las clases y las puso sobre aviso de que una de las mascotas que protegían de los Ellington había sido torturada por las dos hermanas mayores del clan. Por normativa obligada, Yara se lo contó a Ingrid nada más pasó la primera hora.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—No podíamos salir de clases igualmente.

Ingrid sonrió.

—No debería darte igual que pisoteen así tu mandato.

—La chica debe más de cincuenta mil de los grandes, Ingrid —dijo en un tono más cerrado—. No sé qué coño esperas que hagan. Llevan meses queriendo presionarla por los atrasos.

—Al final lo han hecho.

—No, no lo han hecho —dijo más cabreada. Soltó el móvil bruscamente sobre el pupitre—. Mi clan ha protegido a esas pobretonas durante seis meses.

—Y el mío.

—¡Bueno…! Precisamente por eso. Son seis meses donde no han podido amenazarla aquí ni secuestrarla. Era obvio que aprovecharían el menor descuido para darle un toque de atención. Llevan seis meses queriendo partirle la cabeza.

—No hagas nada, Yara. Nadie te lo está pidiendo.

La morena contrajo la mandíbula, mirándola molesta.

—Éste sigue siendo nuestro mandato. Pero no voy a poner a disposición de una mascota a mis chicos de confianza.

—Leah —llamó Belmont. La chica había estado escuchándolas todo el rato, pero también le preocupaba la cuestión. Elevó el mentón cuando Ingrid la llamó.

—¿Sí…?

—Que Hardin no salga de la enfermería. Iré a la salida.

—Pero… a la salida es peligroso.

Hansen negaba todo el rato con la cabeza. Ingrid estaba extraña, pero no quería contradecirla ni generar más dudas de su chocante opinión frente a terceros. Lo cierto era que custodiar a alguien “a la salida” siempre implicaba riesgos extra. Principalmente, porque fuera del instituto estaba el resto de subordinados de todas las organizaciones. El sector de los adultos. Y por supuesto, armas de fuego si lo veían necesario.

—No cuestiones, Leah —masculló Yara—, haz lo que te dice, mañana ajustaremos cuentas.

—Sin problema. Pero de esto se enterarán vuestras familias si hacéis tonterías —murmuró poniéndose en pie. Aprovechó un descuido del profesor, entre el gentío del pasillo que siempre se formaba entre clase y clase, y desapareció hacia el exterior.

—Tiene razón —terció la de pelo negro—, hay que evitar tonterías. Sólo es una estudiante del montón.

—Entonces tus notas también son del montón —la atacó, divertida.

Yara puso los ojos en blanco.

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