CAPÍTULO 16. Una bonita alquilada
Roman iba en el asiento copiloto, con Kenneth al volante. Su padre le había mandado acompañarle a los pagos forzados de algunos alquileres del barrio fronterizo. El territorio era hostil, pero las pandillas no osaban siquiera mirar un coche cuya matrícula comenzara con las letras BLM. Kenneth tenía una golosina en la boca y no había parado de mascarla en todo el viaje. Su hermano menor, Roman, miraba aburrido por la ventanilla el pasar de los apartamentos.
—Estos pisos son una completa mierda. ¿Por qué no ha mandado a otro a hacer esto?
—Siempre lo hemos hecho Eric y yo.
—Repito la pregunta.
Kenneth se encogió de hombros, girando hacia una calle con peor aspecto.
—No siempre se puede recurrir para los trapicheos a gente de confianza.
—Pues no entiendo por qué. Tenemos suficiente poder para hacerlo.
—Porque tienen que saber a quiénes respetar. Y porque no podemos permitir ningún tipo de soborno.
—Eso fue justo lo que pasó hace diez años, y desde entonces lo hacen Eric y Kenneth —dijo la voz de Rob Tucker. Roman miró a través del espejo retrovisor para fijarse en su compañero. Era el hermano pequeño de Aaron y muy amigo de Kenneth. A él en particular no es que lo aguantara, pero esos tres mastodontes eran inseparables.
—Exacto —zanjó Kenneth, echando el freno de mano. Señaló a un lado y otro de la calle—. Tenemos que sacar quinientos dólares por casa. Haz el favor y ve al de la derecha. Llévate esto.
Roman sintió el peso del revólver en las piernas. Lo guardó bajo el chándal inmediatamente y le miró alarmado.
—¿Esos cabrones tienen el valor para dispararnos?
—No. Pero nunca está de más prevenir. Rob, tú irás al edificio de atrás. Y vigila el coche.
Rob asintió y también escondió su arma. Roman tomó aire algo nervioso y salió del vehículo. Antes de entrar a la casa que le correspondía, se fijó en la que entraba su hermano.
Diez minutos más tarde, ya estaba fuera de nuevo. No es que hubiera sido la gran cosa. El hombre que vivía en aquel cuchitril salió, le dio un fajo que Roman contó con algo de prisa y se marchó por donde había venido. El hombre que le entregó el dinero tenía las manos temblorosas y en ningún momento le miró a los ojos. Al muchacho no le extrañó demasiado porque sabía el terror que causaban sus hermanos mayores y no quería ni pensar con qué métodos violentos habrían instigado a pagar a todas esas personas. Se notaba que no tenían solvencia ninguna. Cuando bajó al exterior, Rob estaba ya también aguardándoles con la cadera apoyada en el capó.
—¿Has terminado?
Roman asintió mirándole.
—¿Y mi hermano?
—Sigue dentro —comentó con media sonrisa—, siempre sale muy contento de esa casa.
Roman elevó una ceja y elevó la mirada al edificio.
—¿Quién vive ahí?
—Una muchacha.
Roman tuvo un despertar de suspicacia de mal agüero. Abrió la puerta del coche y tiró el revólver a las alfombrillas, pero no se sentó. En su lugar trotó hacia el bloque. Rob le pegó un grito, pero el de pelo castaño ni siquiera le miró.
Apartamento
Roman sabía reconocer cuándo romper un picaporte era fácil. Aquellas puertas eran insultantemente finas. Pero probóprimero a bajar directamente con la mano, y la puerta cedió. Al asomarse, descubrió a una mujer de rodillas y corto pelo negro haciéndole una mamada a Kenneth. Al escuchar la intrusión, tanto Roman como la chica se espantaron. Pero Kenneth rio brevemente.
—Joder, ¿pero a ti no te enseñaron a llamar a la puerta? —bajó la atención a la chica, que se había apartado de él muerta de la vergüenza—. Te presento a mi hermano, encanto. —Trató de girarla hacia atrás desde la perilla, agachándose a su altura, pero ésta no cedió y se removió incómoda.
Roman no había vuelto a asomarse. Tenía las mejillas encendidas y se maldecía por haberse asomado sin avisar. Pero aquello le generó algo más que vergüenza. Una rabia creció dentro de él y al final, dio una voz.
—¿Se puede saber qué coño haces…? Vámonos.
—¿Uh? Espera en el coche y no molestes.
—No entiendo qué estás haciendo, joder —dijo cabreado. Por supuesto que lo entendía.
—No hago nada —dijo con el tono jocoso. Se volvió a poner en pie y condujo su miembro erecto hacia la boca de la chica, quien se rehusó a continuar—. Ella me está pagando. Dice que no puede pagar este mes el alquiler. Así que, hay que ser generosa, ¿no?
Roman cerró los ojos, había empezado a sudar frío.
—Oye… —musitó ella.
—Chúpala o será peor —masculló, mirándola más fijamente—, ignórale, es un crío. Seguro que ni vuelve a asomarse.
Roman frunció las cejas y bajó la mirada. Estaba en el rellano exterior, apoyado contra la pared e incapaz de actuar. Ni siquiera sabía si tenía que actuar. Pero afinó el oído cuando notó murmullos.
—No puedo hacerlo…
—Como si fuera la primera vez. Obedece, Hina. Venga, que estoy muy cansado —la sostuvo de la nuca y la condujo suavemente hacia su miembro. La chica se quejó de nuevo un par de veces, pero le contrajo fuerte las caderas y la ahogó al meterle la polla repentinamente. Dócilmente, dejó la boca abierta y permitió que usara su garganta. Era lo que más le gustaba.
Roman quería arrancarse el pelo al oír las arcadas. No se quedó a intervenir, simplemente salió y con las manos algo temblorosas se encendió un cigarrillo.
Kenneth Belmont no tardó más de siete minutos en abandonar la vivienda. Roman se había fumado dos cigarrillos a la velocidad del rayo y no descartaba pillar un tercero cuando retomaran el viaje.
—Estás blanco como la leche, ni que nunca hubieras visto una mamada —comentó Kenneth entrando en el lado conductor. Rob soltó una risotada y entró también.
—Me volveré andando —dijo el chico, sin mirarle.
—¿Desde aquí? Sube al coche, anda, no te hagas de rogar. Es peligroso.
—No quiero.
Kenneth arqueó una ceja. Le señaló desde el interior.
—Es la primera vez que me acompañas. Si te ocurre algo, padre te dará una paliza. Pero yo te daré una peor, por gilipollas.
—Entendido.
Kenneth resopló y arrancó, poniéndose él también un cigarro en los labios. Iba a salir sin hacerle más caso, pero se quedó unos segundos mirando a su hermano y se lo pensó.
—Sal del coche y date una vuelta, Rob. Vuelve en cinco minutos.
Rob no protestó. Salió y se fue entretenido con el móvil por las calles.
—Estoy bien, no soy ningún niño —dijo Roman—, así que no te las des de padre.
—¿Yo? ¿De padre? —sonrió de medio lado y apoyó su enorme antebrazo en el alféizar de la ventanilla—. Sólo iba a preguntarte qué te pasaba. No si estás bien. Porque no sé qué es lo que te ha puesto esa cara cortada.
—Para empezar, ella no te ha pagado con dinero —dijo con el ceño fruncido—. ¿Esto lo haces con más alquiladas? Cuando no pueden pagar, ¿les haces estos asquerosos favores?
—Oh, por favor —rio por lo bajo. Tuvo que volver a encender el cigarro con el mechero, tomándose unos segundos. Al echar la primera calada, le miró de arriba abajo—. Hay gente que no puede pagar. Yo pago sus alquileres. No con todos, evidentemente. Sólo con dos.
—Claro. Con dos mujeres, seguro.
Kenneth sonrió.
—El otro es un anciano que me consigue droga del territorio Ellington. Un convenio con el que me paga el alquiler —señaló el apartamento a lo lejos de la chica—. Y esa otra me dijo abiertamente que no podía pagarme, que haría lo que sea. Tampoco se lo quise poner muy complicado. Soy un hombre.
—Pero… tú… —apretó los labios. Había un deje de confusión en su expresión y bajó la mirada—. Vamos a ver… le pediste matrimonio a Sarah Long. ¿No se supone que por lo menos tendrías que estar enamorado?
—¿En… enamorado…? ¿Me estás tomando el pelo? ¡Eso no existe!
—Te equivocas.
—Menudo romanticón —rio—, joder, me esperaba cualquier cosa de ti menos esa. Debes ser muy bobo para creer que existe eso en el mundo. La vida es intercambio de poder y búsqueda de felicidad personal. No hay más.
—Olvídate de eso —dijo molesto—, hablo de respeto. De honor a tu propia palabra. Ni siquiera tienes eso, porque le has sido infiel. ¿Qué reacción crees que tendrá Sarah cuando lo sepa?
—Sarah jamás me dejará porque le pago todos los caprichos. Si le pedí matrimonio a alguien cuyo apellido no nos genera ni un poco de caché, es porque está buena. Y ella lo sabe. Y sabe que le pondré los cuernos. Se joderá y mantendrá la cabeza agachada como una buena esposa —frunció el ceño, hablando con más severidad—, y cualquier mujer en su posición lo haría… porque somos Belmont.
Roman presionó de nuevo sus propios labios.
—¿Y si ella te sorprendiera y lo hiciera?
Kenneth se echó a reír, retirando el freno de mano.
—No lo hará. Como te digo… es un insecto sin poder a mi lado. Estamos comprometidos, le interesa tener nuestro apellido. Tendré un par de niños con ella como Eric y me volcaré en los negocios. Y ya me quito todo ese dolor de cabeza del… “amor” y esas pamplinas que se te ocurren. Joder, me sorprendes. No pareces familiar mío. ¿Sigues siendo virgen?
—No, claro que no.
Kenneth le miró fijamente. Hubo un intenso análisis por parte de uno y otro, y al final, el mayor sonrió más comprensivo.
—Perdiste la virginidad con una puta, eh. Vas con mucho atraso. ¿Sabes que nuestra hermanita se ha follado a un par de su clase?
Roman abrió los ojos y le miró casi acobardado.
—Q… ¿qué… de qué cojones hablas…?
—Es inexperta. Muy lista, y silenciosa con lo que hace. Pero evidentemente nuestros padres la tienen vigilada las veinticuatro horas del día. Esta información es pesada, y si se enteran por ahí otros clanes, no sabemos muy bien lo que puede ocurrir. En estos momentos, mientras tú y yo debatimos esta estupidez, ella debe de estar recibiendo la paliza de su vida.
Roman notó una incomodidad adicional.
—Así que papá…
Kenneth asintió, expulsando una intensa humareda blanca.
—Insistió en que vinieras conmigo porque eres tan imbécil que tratarías de frenarle.
—No puedo creerme que ella…
—No me esperaba que fuera tan descarrilada. Una maldita desviada. Eso podría jodernos bien a todos. Y es menor de edad así que no sé qué coño haremos. Papá querrá internarla en el extranjero. Mamá no querrá y… se va a liar.
—Qué bien que tú ya no vivas en casa, ¿eh…? Maldito hijo de…
—Oye… tú vives ahí con ellos porque quieres, la única que sigue obligada por ley es ella —Kenneth miró que su amigo volvía con el móvil entre las manos—, en fin. Éste y yo nos iremos al barrio rojo. No hables de Ingrid cuando venga Rob.
—No —musitó algo preocupado—. Pero… oye… en serio… deja que yo te pague el alquiler de esta chica. Me ha dado mucho asco ver que…
—Uh, ni de coña. Me gusta su boca. Lo hace muy bien. Me importan una mierda los quinientos dólares.
Roman sintió una incipiente arcada y ardor en el estómago. Miró de nuevo el apartamento y negó con la cabeza. Rob ya volvía a entrar en el coche, y aunque en principio se replanteó lo de regresar con ellos, salió.
—Que os vaya bien. Volveré a casa en tren a la noche.
—Ni se te ocurra volver a casa antes de que sea de noche. Hazme caso.
Roman asintió y se separó del coche.
Al anochecer
Akane había llorado tantas horas que resultaba imposible camuflarlo. Ni el mejor de los maquillajes hubiera podido tapar ni las marcas ni la hinchazón por el llanto. Habían sido muchas horas de discusión, pero lo insoportable había sido no poder mediar y que aquello se convirtiera en una batalla. Su hija más pequeña, Ingrid, se había defendido lo que había podido, pero Ryota tenía el costado del rostro con el sello Belmont más negro que nunca, y la había zarandeado, pateado y golpeado hasta que su hija perdió el conocimiento. Akane había llorado al acunarla en brazos. El servicio doméstico había tratado de parar la pelea cuando Ingrid tuvo una hemorragia nasal, pero no hubo suerte.
Cuando la niña cayó desplomada, Akane le soltó un bofetón con todas su fuerzas a su marido, y éste, ciego de ira, le devolvió un puñetazo. Era la primera vez que atacaba físicamente a su esposa. La quería a rabiar, sin embargo, todos sus hijos a excepción de Roman habían recibido palizas por desobediencia. Y al igual que Ingrid había sido premiada otras muchas veces por su triunfo académico, también había sido abofeteada otras tantas. Lo de esa noche había sido una golpiza.
Al cabo de veinte minutos, Ingrid despertó con la cara y el cuerpo magullados. Su madre le había limpiado y pasado un poco de alcohol por las heridas aprovechando que estaba dormida, y aunque estuvo a punto de llamar a una ambulancia, el pesar de la polémica y la repercusión mediática la mantuvo a raya. Cuando Ingrid despertó le dedicó una mirada de odio y la apartó de un empujón, corriendo hacia su habitación sin cruzar palabra con ella.
Dos horas más tarde
Roman lamentó haber aparecido para la cena. Kenneth había sido más listo y seguía parrandeando con Rob. Cuando se sentó a comer, vio de reojo que su hermana tenía la cara destrozada y a pesar de no querer manifestarlo, le dolía al masticar.
—¿Alguien quiere hacer los honores y explicarme qué ha pasado?
—Tu padre y yo nos divorciaremos.
Ryota levantó la mirada del plato, asombrado. Pero rápidamente reemplazó esa expresión por una más dominante.
—Cállate, Akane. ¿¡Qué narices es lo que no entiendes!? ¿No ves lo que puede perjudicarnos todo esto?
—Claro… porque el hecho de que ella vaya así al instituto no llamará la atención de nadie.
Roman se frotó la frente, controlando su propio enfado.
—Así que le has vuelto a pegar a Ingrid.
—Y a mí también. Tu padre se ha vuelto loco, y voy a dejarle.
—Basta —amenazó Ryota, encarándola—. No te sugiero seguir por ese camino.
—¿Y qué es lo que ha hecho para merecer la golpiza? —preguntó el chico, sumiendo a la mesa entera en un silencio incómodo. Ingrid no pudo aguantar esa presión y se la escuchó reír bajito. Ryota tuvo una manifestación nueva de ira que volvió a dibujarle el sello en su rostro. Se puso en pie de un salto, y Akane le controló del brazo más asustada.
—¡¡Por favor!! ¡Ya está bien…!
Roman también controló a su padre del otro brazo y le invitó a sentarse. Ryota se zafó de mala gana de ambos y dio un portazo al salir al jardín trasero.
—Qué coño te pasa a ti —preguntó a Ingrid. Ésta abrió la boca para llevarse otro trocito de carne a la boca. Le miraba con altivez, incluso con la cara llena de heridas y moratones. Se dio el lujo de no responderle. Akane suspiró.
—Uno de los hombres de tu padre ha dado la información de que… se ha visto a Ingrid… bueno. Desnuda con una chica de su clase.
—¿Qué chica?
—¿Qué importa eso…? —dijo Akane, que sintió en ese instante un escalofrío—. Hay que pararlo. Ingrid no va a seguir contactando con ella, ni con la otra.
—Ah, que hay otra.
Así que ese imbécil de Kenneth tenía razón.
—Hijo… yo no tengo más fuerzas para controlar a tu padre. No me dará una vejez tranquila. Lo que ha ocurrido hoy aquí no puede repetirse. No me gusta la violencia.
—A buen cactus le has ido a pedir una caricia —comentó Ingrid, aún burlona.
Akane miró dolida a su hija. Lo que le preocupaba no era su rebeldía. En realidad, tampoco le generaba preocupación el propio hecho de que le gustaran las chicas. Pero sí las repercusiones y su manera de reaccionar. De contestar. De reírse, incluso, ante una situación tan seria.
—No irás a clases hasta que esos moretones se puedan disimular —dijo solemne—, hablaremos con tu tío para que se encargue de justificar las faltas y pedirás los apuntes a tus amigos. En cuanto a esas chicas, Ingrid…
—Qué —la miró más ofendida, soltando el tenedor—, no he hecho nada malo.
—¡Eres menor de edad, Ingrid!
—¡¡Por favor, no seas ridícula…!! Sé perfectamente lo que estoy haciendo.
—Qué vas a saber tú… —rezongó Roman. Pero Akane también se dirigió a él.
—¿Y tú? ¿Crees que dieciocho años recién cumplidos te hacen un hombre? No entendéis absolutamente nada. En lo único que tenéis que pensar es en estudiar. Hija… —se volvió a Ingrid, poniéndose en pie y caminando hacia ella lentamente—. Por favor, vamos a hablar civilizadamente… ¿de verdad te gustan las chicas…? Dime la verdad.
Roman miró fijamente a su hermana. No solía mostrar emociones por lo general, y cuando lo hacía siempre resultaba algo macabra. Pero Ingrid también acababa de pasar por una situación límite al ser vapuleada, y detectó un brillo en sus ojos.
—Sí.
—¿Pero por qué? ¿Por qué las mujeres? ¿Acaso has tenido algún mal rato con un chico y no nos lo contaste? ¿O es q-…?
—No me interesan. Son más feos y toscos. Son inmaduros.
Akane titubeó antes de gritar.
—¡¡Claro que son inmaduros, como tú misma!! ¿Qué crees que tiene un chico de dieciséis años en la cabeza, aparte de pajaritos? Si eso es todo…
—No me gustan sus físicos —rebatió, mirándola aún con frialdad. Señaló al costado—. Sal a la calle y mira la cutrez con lo que una se tiene que conformar.
¿¡Por qué coño me señala a mí!?, pensó Roman exasperado. Miró a otro lado molesto.
—Aún eres joven para… entender esas cosas. Cuando seas más adulta… y… tus hormonas se controlen…
—No lo escogí yo. Escogió mi cuerpo. Y me da igual lo que penséis cualquiera de vosotros.
—Esta sociedad no funciona así. No en una familia como ésta.
Para mi desgracia, ya lo sé. Ingrid apretó los dientes.
Akane se quedó entristecida. Estaba preocupa por las repercusiones sociales. Tragó saliva y bajó un poco la mirada. Para su sorpresa, Ingrid volvió a hablar.
—Yo tampoco lo entiendo. Pero es así, ¿¡vale!?
Akane suspiró.
—Esto va a ser difícil de gestionar de cara al exterior. En algún momento tu padre te buscará un marido. Y lo hará muy pronto sabiendo esto.
—Que haga lo que le dé la gana. No pienso seguir sus designios.
—Él no te permitirá seguir otro camino, hija. A menos que quieras perder el estatus.
Ingrid abrió la boca, pero al mirarla, perdió el poco sentimentalismo que hubiera podido sentir.
—Eso nunca. Soy una Belmont.
—Ya. Pues te sorprendería lo fácil que se pierde todo por… cosas como esta. Así que, te recomiendo que…
—Él no puede apartarme sin más. Aunque le pese, yo…
—Cierra la boca, ¿quieres? —interrumpió Roman—. Ve a tu cuarto. Y no quiero volver a escucharte hasta mañana.
Akane asintió ante las palabras de su hijo. Tampoco le quedaba más que decir. No era una situación sencilla de llevar. Ingrid se puso en pie sin rechistar, pero antes de irse, frenó las piernas y miró un segundo a su madre.
—Soy la única capaz de llevar este apellido a lo más alto. El resto de tus hijos son capullos pretenciosos que ni siquiera saben pensar.
—A TU CUARTO —gritó Roman, acercándose a ella. Ingrid le sacó el dedo corazón y se marchó escaleras arriba.
Se oyó al poco un portazo.
Akane se quedó varios segundos mirando la escalera por la que había desaparecido su hija.
—¿Has… visto eso…? —musitó.
Roman trató de sonreír, pero el intento fue miserable.
—Es una cría. Me ha hecho el corte de manga.
—Es una niña para mí… todavía lo es —musitó llevándose las manos al rostro. De pronto se sintió sumamente agotada—. Fue ayer cuando el médico me la puso encima… ni siquiera entiendo cómo puede mantener ya relaciones sexuales… es muy joven.
—No lo es. Casi todas las de su clase están desvirgadas.
—Pero pensé que ella no sería influenciable.
Roman negó con la cabeza.
¿Influenciable? No la conoces.
—No es eso, mamá. Hay gente que tiene el despertar sexual antes, eso es todo. Ella… siempre ha explorado las cosas precozmente. Y lo sabes perfectamente. Se estrenó como asesina de animales bastante jovencita. Que no te extrañe que el día de mañana haya matado a papá.
Akane hirvió en cólera y saltó, haciendo a su hijo dar un paso atrás.
—BASTA. ¡BASTA…! Mira, Roman… yo… también he estado intentando investigar por mi cuenta. No es agradable saber que uno de tus niños busca contenido snuff.
Roman bajó la mirada, apretando la boca. Habló en un susurro.
—Dime, ¿qué esperabas…? ¿Qué se puede esperar de un niño tan pequeño que mata a animales… por curiosidad?
—Eso no ha vuelto a repetirse —zanjó deprisa—. Y ahora… no es el tema. Así que no lo saques más.
Claro, madre. Hagamos eso. Mantengamos todo bajo la alfombra hasta que tropecemos con los bultos y todo reviente. Tienes miedo de saber la realidad al completo. Siempre has tenido miedo de saber en qué puede convertirse.
Roman la miró con fijeza, pero no consiguió.