CAPÍTULO 22. Suzzete
Hospital
—Tengo que marcharme. Me apena dejarla así…
—No, que no te apene. Prefiero no ver cómo tu mujer la sigue mirando mal.
—Ya sabes cómo es…
—Te tiene dominado, menuda noticia —Roman puso los ojos en blanco. Eric abrazó a su hermano y siguió caminando por el pasillo, hasta la salida. Roman lo siguió con la mirada hasta que se reunió con su mujer en el coche, ya en el aparcamiento externo.
Aquel último par de días hubo jaleo. El servicio de limpieza había encontrado a Simone con la espalda ensangrentada y ovillada sobre la alfombra, no reaccionaba a nada y llamó a una ambulancia. La policía ni siquiera inició investigación alguna al ver el zafiro colgado de su cuello, pero sí les llegó parte a la familia Belmont de lo sucedido. Ningún integrante reconoció, en la reunión de urgencia de esa misma noche, haber contratado los servicios de sicarios para ejercer contra Hardin semejante tortura física. Ingrid les mandaría un mensaje para informarles de que ella tampoco había sido, desinteresándose por hacer pregunta alguna. Además, sugirió “dejarlo estar”, ya que era “su propiedad”.
Eric, el primogénito de Akane y Ryota, se había quedado junto a la adolescente para ver si necesitaba algo. Le había afectado la noticia. Era el único, junto a Roman, que no aprobaba la formación de vínculos para esclavizar a los humanos. Simone no intercambió muchas palabras con él. Y él prefirió no forzarla a hablar. Pero a Roman aquella noticia le había afectado de una manera mucho más violenta. Sabía quién era la causante, lo sabía. Y le quemaba por dentro. Porque ahora le tocaba ver cómo la destruía a su antojo.
Tras la primera revisión, se avisó a los Belmont de que Simone había sido forzada por cuatro hombres diferentes. Se hallaron restos de semen en su cavidad vaginal y bucal, golpes y la espalda tendría cicatrices en cuanto se le retiraran los puntos.
Roman tomó aire profundamente antes de entrar. El día anterior la chica no había abierto los ojos, pero aquella mañana sí, y no había intercambiado apenas palabras con Eric. Así que él le hizo el relevo. Pensaba quedarse todo el tiempo que hiciera falta y no se separaría a menos que se lo dijese. Entró y dejó la puerta cerrada.
—Hey, Simone. ¿Cómo te sientes hoy?
—Bien —murmuró sin mucha gesticulación. Él asintió y trató de darle la sonrisa que menos estúpida pudo, dadas las circunstancias.
No creo que pueda hacerla sentir mejor hoy, ni mañana. Debe tener tal shock encima… tragó saliva y se sentó en el sillón, a la izquierda de la camilla.
—Traigo un montón de refrescos. Tienes que beber, ¿vale?
No le respondió. Roman se fijó en la bandeja del almuerzo que aún no le habían retirado. Se alivió al ver que por lo menos se había tomado la sopa. Pero había dejado intacto el segundo plato y el postre.
—Pero bueno, ¿no te gusta el yogur de aquí? Si quieres les pongo una reclamación ahora mismo, eh… —abrió el yogur y clavó la cuchara de plástico antes de cedérselo. Simone negó sutilmente con la cabeza—. Bueno, te lo dejo por aquí. Pero come, por favor.
Los minutos pasaron. Roman se daba cuenta de que ni el móvil ni la tele la estaban entreteniendo. Se le iba mucho la mirada a la ventana. Y se maldecía por no saber cómo hacerla sentir mejor. Al final, fue Hardin la que habló tras un largo silencio.
—Belmont… no hace falta que te quedes aquí. Te… te lo agradezco igualmente.
—Quiero estar. Me siento responsable… de alguna manera. Y quiero que estés bien. Y… que sepas que esto… bueno. Esto no suele ser lo común.
—¿Sabes… sabes si Kenneth también quiere venir aquí a hacer guardia…?
Roman notó un tono trémulo. Tampoco le estaba mirando directamente.
—No, está de viaje. ¿Por qué?
—Nada… por… nada. Curiosidad.
—¿Crees que él estuvo detrás de lo que te hicieron?
Simone no quería decir nada que no estuviera autorizada a decir. Kenneth le había dicho que no dijera nada de lo que intentó con ella. Y ahora temía las consecuencias de siquiera haberle mencionado.
—N-no, no quería decir nada de eso… yo…
—No ha sido Kenneth, Simone —abrió la boca para continuar, pero no sabía si era propicio. Bajó la mirada y suspiró—. Esto lo mandó mi hermana.
Las pupilas de la chica se empequeñecieron. De repente, se sintió mucho peor.
—¿Q… qué…?
Roman comprimió los labios, pesaroso.
—Sí. Ingrid. Yo no quería preguntártelo aún, porque es pronto. Pero… ¿tú…?
Simone le devolvía una mirada tan triste, que prefirió no continuar con la pregunta. Sólo volvió a suspirar. Vio cómo le temblaban los labios y miraba a otra parte.
—No lo sabía.
—Bueno, es obvio. En realidad… nadie más puede hacerte algo así. Era tu propiedad, y ninguno más que el dueño de tu zafiro tiene que tener acceso a tu casa. ¿Entrar y… hacerte todo eso? Créeme. No hay otra posibilidad. Si los policías no se llevaron a los hombres es porque tenían permiso de alguien con sello. Además, me comentaron que no ha querido denunciarlo. Así que blanco y en botella.
No podía creérselo. Ingrid Belmont había mandado a esos bestias a violarla y marcarla de por vida, por negarse a participar en un vídeo con ella. Ese había sido el castigo. Ahora lo comprendía. Pero también comprendió cuan profundo había sido su error accediendo a llevar el zafiro. Con las manos temblando, llevó los dedos al broche tras su nuca, alertando a Roman.
—Simone, no lo hagas. Hay normas de aniquilar la deslealtad… —trató de mover sus manos, pero no hizo falta. Simone se arrepintió enseguida, porque sabía de esas normas.
—Yo… creo que me equivoqué… pensé que me quería… —balbuceó, empezando a derramar calientes lágrimas. Miró a Roman—. Va a matarme…
—No va a matarte. Tiene que responsabilizarse del vínculo, pero era una relación que en un principio no debiste aceptar, porque esto… —suspiró, no quería echar más leña al fuego. Ya bastante mal sabía que se sentía—, esto ahora sólo puede terminarlo ella. Lo lamento.
—No creo que mi cuerpo pueda resistir algo así por segunda vez —musitó. Al acariciarse un brazo, la mano le seguía temblando—. Pero bueno, ya… ya… ya me las arreglaré. Gracias… por venir de todos modos.
Maldita sea, está destrozada. ¿Qué demonios puedo hacer…?
Se acercó con mucho cuidado y trató de abrazarla, pero sus movimientos fueron torpes y lentos, y Simone miró hacia otro lado, echándose atrás con disimulo. Roman supo que jamás podría tener algo con ella bajo semejantes circunstancias. Ya ni siquiera le aceptaba un abrazo, y ni siquiera era por rabia. Ingrid le acababa de crear un trauma. Su hermana pequeña acababa de traumatizarla de la peor forma, y ahora su víctima sólo podría lidiar con las consecuencias si ella se lo permitía.
—Elegir un vínculo no suele ser una tarea que los clanes hagamos a dedo… ni al azar. Pero con Ingrid fue así. Simplemente le gustaste un poco y quiso apropiarse de ti. Tenemos que tenerla vigilada para que no vuelva a hacer lo mismo con otra persona, por eso mis padres la han mandado a un internado donde tienen cámaras en cada recoveco.
—Lo planificó antes de marcharse. Puedo llegar a imaginarme por qué. Pero… aun así…
Frunció el ceño. Roman suspiró mirándola con mucha atención.
—Si me quieres contar cualquier cosa…
—Roman, yo… cometí un enorme error. ¿Hay alguna manera legal de…?
—Por tu parte, no. Pero podemos intentar que se desinterese de ti por completo, hasta que le dé por actuar de forma razonada. Por ejemplo, que ya no vea necesario el zafiro en ti.
Era casi irónico. Había brincado de alegría cuando supo que Ingrid se había fijado en ella, que sus sentimientos parecían correspondidos por la persona más fascinante de Brimar. Lograr ahora que se aburriera de ella para que nadie le volviera a hacer tanto daño le produjo una sensación similar a las náuseas. Bajó la mirada.
—Bueno, supongo que podré hacerlo. Pero no tengo claro cómo provocar su desinterés.
—Está muy lejos de aquí como para poder solicitarte nada que requiera tu presencia. ¿Puedo saber por qué te ha castigado?
Simone suspiró y volvió a tomar aire.
—Porque me negué a ser filmada mientras manteníamos sexo. Es… t-tiene una mente bastante pervertida en ese ámbito, no estoy a su misma altura. La he dejado probar conmigo lo que ha querido, y verla satisfecha casi siempre ha sido mi única recompensa. Pero ser grabada me daba demasiada vergüenza. Y esos… hombres… lo han hecho igualmente.
—No te preocupes por esos vídeos, ¿de acuerdo? Creo… creo que lo más probable es que los quisiera para ella. Tu dignidad estará intacta en las redes, si es lo que te preocupa.
Simone parpadeó dolida, aún estaba gacha y no le devolvía la mirada.
—Mi dignidad está de cualquier manera menos intacta. ¿Sabes? Nunca debí quejarme tanto cuando era una mascota. Ahora que lo pienso, preferiría mil veces que me tiraran los batidos en la cabeza y que aun así estuvieran obligadas a evitar que los Ellington me mataran en el recreo.
—Si yo hubiese estado en tu posición… también me habría dejado llevar.
Simone se limpió nuevas lágrimas y ascendió sus iris marrones hacia él. Roman trató de sonreír comprensivamente.
—Tú no hubieses sido tan tonto.
—Ah, seguro que sí. Y más si una chica que me gusta me tratara tan bien y me hubiera ofrecido acabar no sólo con la deuda, sino con el estilo de vida que pudiera llevar. A todas las personas les atrae una casa bonita, un seguro de vida y no deber a ningún prestamista. Y si encima esa persona tiene el poder, el dinero y estás enamorado… dime, Hardin, ¿quién iba a rechazar una oferta así? —frunció el ceño y apretó los labios cuando miró hacia el suelo—. Eso es lo peor. Que te comprendo a la perfección. Lo único con lo que no contabas, es que la persona que te ofrecía la mano era tan inmoral.
—Porque de verdad que me trataba bien. Era… tenía sus momentos, pero…
—La falta de experiencia es lo que tiene también, que no sabes analizar a las personas como es debido y te dejas llevar por impresiones.
—Y tú… tú… ¿has tenido alguna novia?
—Ah, no —musitó ruborizado—, qué va. Pero… he leído mucho… y visto muchas series. Eso cuenta, ¿no?
Simone soltó una risa floja. Se preguntó por qué no dedicó más tiempo a conocerle a él en su día. A lo mejor las cosas hubieran sido distintas, pero…
—En fin… voy a avisar a mis padres de que pasaré la noche aquí. Pero si en algún momento no estás a gusto, dímelo y me marcharé, ¿de acuerdo?
—No quiero volver a pasar una noche sola en toda mi vida.
Roman asintió y se puso el teléfono en la oreja.
Ciudad de Ambeth (extranjero)
Ingrid recibió las notificaciones de vídeo por móvil justo antes de salir de su dormitorio. Cuando vio la procedencia, su cuerpo tuvo un fuerte estímulo de placer. Eran los vídeos que había ordenado. Habían tardado, al parecer Simone no pasaba mucho tiempo en casa desde que tenía todas las comodidades a su disposición. Miró el reloj de la pantalla. No tenía tiempo para ver ninguno de ellos y por desgracia, no tendría acceso al teléfono hasta que le tocara dormir. Su horario era tan ajustado que no tendría más vida hasta el fin de semana. Guardó el dispositivo donde todos los alumnos debían dejarlo y se marchó. Se sentía ansiosa a cada paso que daba. Se imaginaba los gritos de Hardin, desamparada e histérica mientras la azotaban y le hacían con exactitud todo lo que les había pedido a sus hombres. También tuvo curiosidad por saber qué tendría que decirle al respecto. No le había escrito los dos últimos días, y ella tampoco. Tenía que estar tan desmoralizada… era divertido imaginarse las consecuencias. Pero lo que más le hubiera gustado era hablar con ella, sólo para ver la cara de estúpida que ponía. Le generaba morbo ver su desazón.
A medida que avanzaban las horas, se aburría más y más. De un aula de veinte alumnos, dieciséis eran chicos. Las cuatro alumnas estaban separadas en cada esquina, incluida, cómo no, ella misma. Y no había nadie que llamara su atención de todos modos. Pero no importaba. Tenía las herramientas y los conocimientos para ganarse también a esos imbéciles. No sería difícil repetir lo que ya había hecho en Brimar. Su inglés era perfecto, su presencia también. Echó un vistazo a las chicas de cada esquina. Todas horrendas. Y los hombres no le suscitaban el más mínimo interés.
—Bien, chicos. Dejad de armar jaleo y cada uno a su sitio.
Ingrid dirigió una inexpresiva mirada a la nueva silueta que cruzaba el aula. Y esta sí, le detuvo un instante la respiración. Era la profesora más joven y guapa que le había dado clase nunca. Se quedó pasmada, siguiéndola con la mirada.
Ella.
Ella sí.
¿De dónde habrá salido?
Para Ingrid no era nuevo sentirse atraída por una mujer rubia. Pero lo que más radicaba en ella era el iris de sus ojos. Tenían falta de pigmentación, así que las venas rojizas, a la distancia a la que la tenía, eran la causa de que sus iris parecieran rosas. Tenía también las pestañas y el pelo muy claro. Antes de abrir el libro, se volteó hacia su compañero más cercano.
—Hola —sonrió amablemente y cabeceó hacia la mujer—, ¿ésta no era la directora? Me dijeron que era una mujer rubia.
—Ah, ¿qué? Qué va, qué va… —no lo era, porque Ingrid acababa de inventárselo—. Te habrán dado mal la información, esa que dices es una de las coordinadoras. Esta es la profesora de Lengua y Literatura.
—Ah… me habré confundido —volvió a colocar los codos sobre el pupitre, estudiando los movimientos de la mujer. No parecía en absoluto mayor de treinta años -muy bien llevados-, aunque era difícil de asegurar. El internado tenía una de las mejores referencias en cuanto a la plantilla del profesorado, y se ascendía por meritaje. El chico al que acababa de hablar la tocó del hombro. Volteó media cara.
—Tú… eras Ingrid Belmont, ¿verdad?
—Sí. Encantada, ¿y tú eres…?
—Nigel Bolton. Encantado… —sonrió amigablemente. Ingrid correspondió con otra sonrisa y estuvo a punto de volver a girarse, pero la volvió a tocar.
Éste también quiere meterme el asqueroso pene que tiene entre las piernas.
—¿Te gustaría conocer las instalaciones? Me han dicho que es tu primer año aquí.
Ingrid se lo pensó. Podía lidiar con ello. Además, era probable que si a sus padres llegaba la información de que congeniaba con un varón, le permitieran poco a poco más salidas. El tal Nigel podía servirle. Le convenía hacerse amiga suya.
—Pues… me gustaría conocer la biblioteca de la segunda planta. Fue la única estancia que encontré cerrada.
—Ah, porque la están reformando. Pretenden convertirla en la sala de reuniones de los maestros, la que tienen se les está quedando pequeña.
—Parece que tienes buen trato con los profesores, ¿no? —Ingrid se apoyó en el respaldo de su silla, girándose más hacia él.
—Un poco. Yo sólo me hago amigo de la gente que mola… y que entiende, ¿sabes?
—Nunca está de más. ¿Quedas con ellos a tomar algo para que te chiven el examen? Si es así, yo también quiero…
Bolton sonrió y negó con la cabeza. Como la profesora ya estaba bajando el proyector de las diapositivas para comenzar la clase, bajó el tono de voz y se le arrimó un poco.
—Lo que pasa es que aquí se estila una relación alumno-profesor como la que nos espera en la universidad, ¿sabes? A los nuevos pronto os darán las charlas pertinentes. Pero es liberador. Te puedes hacer amigo de los profes e interesarte en su materia, porque suelen ser buenos enlaces a los equipos de investigación de las universidades de las que vienen… o sencillamente tienen contactos en sus departamentos.
—Ya veo. Para quien quiera ser investigador, le interesa.
—Mucho —señaló con disimulo a la profesora rubia—, esa de ahí, por ejemplo. Tiene treinta y un años. Y hasta hace no mucho estudió todo ese… rollo del latín y otras lenguas muertas en su facultad. Pero el departamento que la acogió tenía todas sus buenas referencias y no tuvo ni que pasar entrevista.
—¿Fue alumna aquí mismo?
Bolton asintió.
—Señorita Belmont y señorito Bolton. ¿Hay alguna explicación para que sus manos no estén tomando ya apuntes de lo que estoy diciendo?
Ingrid se giró poco a poco hacia el frente y asintió con expresión de lástima.
—No. Disculpe, profesora.
—Wooo, seño. Tranquila. La estaba escuchando… en segundo plano —respondió el pelinegro, provocando algunas risitas sofocadas a su alrededor. La mujer sonrió y ladeó la cabeza. Levantó delicadamente la mano en su dirección.
—Supongo que entonces podrá repetir el anuncio que acabo de hacer al entrar, ya que estaba tan atento…
Nigel balbuceó un “hmmm…” eterno, que volvió a hacer reír a sus amigos. Ingrid se unió y soltó una risita débil. Entonces la mujer la señaló a ella de la misma forma.
—¿Y usted que ríe, Belmont? ¿Sabría repetírmelo?
Ingrid perdió un poco la sonrisa, al principio. Se quedó mirándola unos segundos y volvió a curvar una sonrisa más sosegada.
—Que las piscinas abrirían la semana que viene para los deportistas de alto rendimiento que quisieran solicitar carril. ¿No es así?
La maestra parpadeó, bajando la mano. El resto de la clase miró a Belmont y a la profesora alternativamente. Un suave murmullo comenzó.
—Efectivamente. Veo que al menos uno de los dos sí que estaba escuchando en segundo plano. Continuemos…
Las risitas seguían, ahora por lo bajo. Ingrid abrió el estuche y comenzó a tomar algunos apuntes.
Media hora después
No logro concentrarme bien.
Era inusual que una vez tomado el hilo de las clases, lo perdiera. Le había ocurrido en el pasado con Hardin y Thompson, pero habían transcurrido tantos meses, que la anécdota casi se le había olvidado. Volvía a ocurrirle. Estaba entendiendo cada lección que recibía, pero los ojos se le iban y se despistaba varios segundos. Ahora que ya se había empezado a fijar en la mujer, tenía que recorrerla en detalle. Le pasaba cada vez que alguien capturaba su atención. Su mente se obsesionaba.
No aparentaba la edad que tenía, eso estaba claro. Parecía recién salida de la universidad. Pero no. Lo primero que haría nada más acabar la jornada sería buscar todos sus artículos y los estudiaría a fondo. Si estaba dando clase en ese internado, era porque tendría muchos publicados a las espaldas. Por lo pronto, mientras explicaba qué comentarios de texto de tipo periodístico caerían en el examen de acceso a la facultad, y que Ingrid ya se conocía, se permitió desconectar por completo de lo que decía para fijarse en sus atributos. Ingrid era relativamente nueva en la clasificación de sus presas, porque todas cumplían con un patrón similar y ninguna le había supuesto realmente un reto. En su mayoría, habían venido de manera tan insultantemente regalada, que sólo les había hecho caso por concederse el placer satisfactorio del orgasmo. No quería malgastar ni un minuto en darse placer, porque no le hacía falta: sentía que con poco esfuerzo podía tener a quien quisiera, mujer u hombre, en bandeja y a su entero servicio, dándole el placer como a ella se le ocurriera. Su mente ya había establecido un objetivo claro: Suzette Joyner.
Al cabo de la clase, la mujer avisó de la fecha de un control sin repercusión en la nota final, para tener constancia real del nivel de los alumnos. La alarma sonó y toda el aula se transformó en un gallinero. Dos de las chicas trataron de acercarse a Belmont, pero se encontraron su pupitre vacío.
Pasillos
—¡Profesora! Espere un momento…
Suzette paró y giró sobre sus tacones. Según Belmont se aproximaba, se percató de su prominente estatura. El pelo largo y albino que tenía le había dado una proyección equivocada de lo que medía, y ahora que la tenía al lado, incluso para lo alta que ella misma era, se sentía pequeña.
—Disculpe, Belmont. ¿Todo marcha bien? Tengo clase en cinco minutos.
—Sí… lo sé, lamento molestarla —suspiró—, verá, me preguntaba si podría tener su correo profesional. Para unas tutorías… —soltó una risita avergonzada— … me preocupa no dar la talla en el examen de acceso. Entiendo que usted es la mejor de este centro para ayudarme, ¿no?
Le dedicó la más cálida de sus sonrisas. Solía funcionar enseguida. Suzette, sin embargo, se quedó mirándola de hito en hito unos segundos, y después también sonrió.
—Me complace tener esa opinión de un Belmont… aunque… según tengo entendido, su media académica es excelente.
—Siempre se puede mejorar, ¿no es así? Y usted habla mi idioma también… puede ayudarme mejor si hay algo que no entiendo.
Suzette bajó la mirada al suelo, curvando más su sonrisa.
—Claro, por supuesto.
Ingrid sonrió ampliamente, enseñándole sus perfectos dientes blancos.
—Se lo agradezco de verdad, es un honor para mí —sacó del bolsillo del uniforme un pequeño bloc y el bolígrafo. Suzette le dictó el correo electrónico. A juzgar por el dominio, Belmont supo que verdaderamente era una cuenta profesional. Se guardó el bolígrafo e hizo una pequeña reverencia cordial—. Siento haberla entretenido. Un compañero me dijo que aquí se podían solicitar los correos y n…
—Disculpe… discúlpeme un momento.
Ingrid se puso recta lentamente; el móvil de Suzette vibraba. No le dio tiempo a leer la pantalla. Pero la mujer cambió el idioma al francés como si nada y esto la pilló por sorpresa. Llevaba mucho sin dar clases de francés. Tenía un buen nivel, pero no el suficiente para seguir la rapidez de sus frases, que además tenían un acento cerrado. Al poco, Suzette miró la hora algo más agitada en su reloj de pulsera y por fin cortó la llamada.
—Lo siento, Belmont, mi marido no me deja ni un segundo. Y tengo que marchar a la siguiente clase. Puede escribir para solicitar la ayuda que necesite.
—Lo haré, profesora. Muchísimas gracias…
Cuando Suzette se giró y agitó el paso, Ingrid se quedó con una renovada sensación de interés. Era lógico que estuviera casada con su edad, fue lo primero que supuso. Pero por algún motivo, la rodeaba desde el principio un aura de independencia que casi la hacía clasificarla en otro grupo.
En cualquier caso, nada de eso me importa.