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  • Paradero Desconocido

CAPÍTULO 42. Badum-badum

—Perdona… ¿te… te examinas de esto?

La muchacha parpadeó saliendo de sus pensamientos y volvió la vista hacia ella. Luego, a su dedo. Señalaba un recuadro.

—Hum… —sonrió—, ¿tú sí?

—Sí. ¿Te podría robar sólo un minuto? Es que… siento que si no entiendo esto voy a suspender.

—… claro —tardó un poco en contestarle. Se lo había pensado. A Ingrid le trajo sin cuidado.

—Este problema… —señaló un enunciado—, dice que si la madre tiene un alto porcentaje de moléculas JK y tiene un embarazo gemelar bicorial, el reparto entre uno y otro dependerá de los alelos dominantes y recesivos que hereden cada uno de los bebés. La pregunta es… ¿qué ocurrirá si el padre también presenta material genético con JK en un porcentaje menor que la madre? ¿Cómo se verá afectada en el embarazo?

La chica se volteó hacia ella y en el mismo tono de susurro, le contestó.

—Es una de las preguntas más difíciles de este tema… —sonrió—, personalmente creo que es una pregunta trampa. Ya que dependerá más en este caso de la madre que del padre. Probablemente los niños hereden sólo las moléculas JK de la madre y entre ellos haya un reparto asimétrico de JK. Ninguno será más fuerte que la madre. Y lo más probable es que el material JK del padre se pierda.

—¿Por qué se pierde…? —preguntó, mirándola con fijeza.

—Am… bueno… a nivel molecular es difícil de explicar. Además, supongo que sabrás cuánto secretismo hay con este tema a nivel mundial…

—Tiene que resultar frustrante no poder dar una respuesta exacta. ¿No te molesta? —comentó divertida. La rubia sonrió más y asintió.

—Mucho. De hecho… este autor me encanta. Murió hace una década, entre rejas. ¿No conoces su historia? Metió las narices demasiado en los asuntos de CRISU.

—No tenía ni idea… —la joven debía reconocer que los autores de divulgación científica que conocía no eran como el que tenía por delante—, igual, puede que esté un poco anticuado en sus referencias. Escribió esto hace tiempo, ¿no?

—Fue de los pocos que se atrevió a hacerlo —jugaba con el lápiz, moviéndolo entre sus dedos—; me apasiona leerle, porque… todo le importaba un bledo. Planteaba cuestiones muy buenas, muy polémicas incluso. Y muchos de sus problemas no tienen una respuesta todavía.

—Y supongo que estar entre rejas fue… por molestar a CRISU. No había oído hablar de él antes, me has descubierto un mundo. Qué raro que no estén estos libros en… —se mordió la lengua—, bueno, en otras bibliotecas…

La chica se quedó mirándola unos segundos en silencio. Parecía estar, por primera vez, analizándola. Ingrid bajó la mirada y pasó a la siguiente página, leyendo el resto de enunciados. El autor seguía siendo el tal Frederick Brown.

—Hay pocas bibliotecas que no le den cobijo a sus libros. Las de niños ricos, especialmente.

—…

¿Qué…? ¿Y qué sentido tiene eso?, se preguntó Ingrid. Al devolverle la mirada, la chica le señalaba divertida con el lápiz.

—No eres de por aquí, ¿cierto?

—No. Mi familia se mudó hace poco.

—Entiendo. Verás… las bibliotecas que no tienen ningún convenio ni con CRISU ni con familias de clanes poderosos… suelen tener estos libros. Están algo más desactualizados, pero a cambio, tienen joyitas como éstas escondidas.

—¿Por qué no están en esas bibliotecas? Quiero decir… has dicho… “las de los niños ricos”.

—Ah, ya sabes —suspiró poniendo morritos. Cerró sus apuntes y apoyó el rostro en su puño, volteada hacia ella—. Los clanes tienen sus propias batallas internas con el tema de los sellos… cuando una investigación da con un hallazgo importante que puede beneficiar a uno sobre el otro, se convierte en información clasificada. El clan que saliese escaldado pagaría una millonada por mantener esos hallazgos bajo tierra… nadie quiere que su familia parezca débil ante las otras, imagino. Y de todos modos, yo estudio esto porque quiero.

Hubo un silencio. Ingrid trató de pensar deprisa. Lentamente, se dio cuenta de que había metido la pata. Y vio esto mismo reflejado en la expresión ajena, cuyos labios curvaron una sonrisa.

—Sé que no tienes un examen de esas preguntas. Sientes curiosidad como yo, ¿verdad?

Ingrid vio esa opción cien veces más válida que admitir que era para ligar con ella. Le gustara o no reconocerlo, la curiosidad y la inteligencia de la chica también captaron su interés. Al igual que el tema a debate.

—Me has pillado… pe-pero… no sé si hago mal leyendo estas cosas. ¿Crees que me meteré en problemas?

—Ah, estamos en el siglo veintiuno. Podemos leer lo que queramos. ¿Cómo te llamas?

—Charlotte —pronunció lo primero que se le ocurrió. Le tendió la mano sonriente—, ¿y tú?

—Saraya —tomó su mano animadamente. Después, miró la hora en el reloj—. Debería irme pronto… oye, si no conoces la zona, podríamos quedar y tomar algo algún día.

—¡Sí! Sería genial. Entonces… ¿hoy no tienes tiempo?

—La verdad es que tengo examen en un par de horas, estaba simplemente afianzando algunos temas —empezó a guardar sus apuntes—, es una fecha rara para mudarse.

—Lo raro es que tengas examen, sí…

—Oh, soy yo la que pone el examen. Y con respecto a lo que dices, depende de la facultad. Son grupos de apoyo de la academia Linay. Mi intención es ser profesora pronto, pero sigo en prácticas.

Ingrid asintió despacio. También empezó a recogerlo todo. Se puso en pie y colocó los dos pesados libros en la estantería.

—Déjame salir acompañada —murmuró, llevando la vista furtivamente a la planta de abajo—, hay unos chicos que me han molestado para entrar aquí.

—Esto está lleno de buitres —concedió la otra, mirando aún a los estantes—. Caray, estás fuerte. Esos libros son muy pesados.

Bajaron juntas a la planta inferior y pasaron el torniquete de acceso, que no requería el pase para salir. Por suerte, no se cruzaron con el grupo de chicos del inicio.

Calles exteriores

—¿A qué facultad vas?

—Pues… aún… aún está en discusión. Mis padres no quieren que pierda el año, pero yo creo que es más sensato empezar el que viene.

—Tendrán buenos motivos para mudarse a estas alturas del año —convino la rubia. La miró de reojo—. Tienes cara de niña.

—¿Por qué? —rio suavemente—, tú tendrás veintiuno, como mucho.

—¿Sí…? ¿Esa edad parezco tener? —preguntó con un tono jocoso—. Cuando me preguntaste por los enunciados de Brown, pensé que eras una fanática como yo de él. Pero ahora que te veo bien y que sé que no le conocías, imagino que tendrás… cuánto, ¿dieciocho?

—Veinte. Y tú…

—¡Soy muy mayor! ¡No me preguntes la edad!

—No me lo creo. El aparato de dientes te hace parecer niña a ti.

—Ah, bueno… —sonrió—, tengo veintisiete.


Mimi y Simone retomaron el contacto hacía dos semanas. Después de tener una Navidad tan dura, la familia Hardin había gastado mucho más dinero del que se podían permitir para hallar una casa digna. En cualquier caso, lo ahorrado no llegó para mejorar demasiado, pero por lo menos tenían la posibilidad de comenzar desde cero y sin deudas. Su madre la convenció para apuntarse a clases de refuerzo por las tardes y así maximizar las posibilidades de elegir universidad más adelante.

Mientras charlaba con su amiga, Simone miraba las caras de todos los transeúntes. Era un trauma adquirido, temía encontrárselas con alguno de los cuatro violadores que tanto daño le hicieron. Era un miedo que la perseguía todos los malditos días.

—Oye… ¿esa no es…? ¿No es la profe?

Simone dirigió la mirada hacia dos mujeres que caminaban en la acera de enfrente. La maestra que estaba en prácticas en la academia de tarde charlaba animadamente con otra chica, alta y delgada. A aquella otra no pudo verle el rostro, caminaba cabizbaja y con una gorra negra. No obstante, al fijarse en su cuerpo, las piernas de la rubia frenaron de golpe.

—¿Qué te pasa? —preguntó Mimi, parando también—, tienes razón… deberíamos saludar, ¿no? Crucemos.

—Esp…

Mimi cruzó la carretera imprudentemente hasta subirse a la acera frontal. Simone aguardó a que los coches pasaran y la repitió. Pero no podía dejar de mirar el cuerpo de la otra chica. Una sensación de congoja la atravesó.

—Hey… mira, estas chicas son alumnas mías.

—Ah, enc… encantada —al elevar el rostro, la visera dejó también al descubierto sus facciones para las dos muchachas que se acercaban. Tuvo una potente descarga de adrenalina al reconocerlas. El corazón le comenzó a bombear apresurado.

Mierda.

Simone sintió que le faltaba el aire. En su casa no había dinero para permitirse un tratamiento psicológico por meses, pero su madre invirtió de todos modos en su salud mental y pagó varias consultas. El primer consejo del licenciado fue claro, “aprovechar que la causante de todo el daño está lejos, en otro país, para empezar a sanar”.

No está lejos… está cerca… está aquí mismo. Delante de mí.

Tanto Mimi como Simone se quedaron mudas. Ingrid fue más rápida.

—Encantada. Soy Charlotte. Acabo de llegar al pueblo —sonrió amistosamente.

Simone podía haber protestado. Pero ni siquiera fue capaz de aguantarle la mirada más de un segundo. Apretó los puños y miró a otro lado.

—¿Qué os pasa? Ni que salieseis de un examen… que por cierto, espero que estéis estudiando bien. Porque voy a ser mala… —Saraya fingió una risa maligna.

—Sí… la verdad es que lo estamos haciendo. Creo que el examen que tendremos de principio de año será muy similar a sus simulacros, profesora —comentó Mimi. Miró de reojo a su amiga—. Ah, sentimos la interrupción… deberíamos seguir nuestro camino.

Simone empezó a andar repentinamente en otra dirección, dejando a las tres atrás.

—¿Qué le ocurre? ¿Va todo bien? —preguntó Saraya.

Mimi tuvo un ligero brillo de valentía al quedarse mirando con fijeza a Ingrid. Pero contestó aprisa.

—Ah, problemas en casa… no se preocupen. ¡Voy con ella, nos vemos!

—Adiós…

Ingrid tuvo sentimientos encontrados de todo tipo en aquel lapso.

Pero ninguno tan fuerte como el de la excitación. La puso cachonda ver el terror contenido en la expresión de Hardin. Ninguna tuvo el valor para desmentirla frente a Saraya. La mezcla de adrenalina y de libido sexual que le confirió el peligro a ser expuesta y ver sus expresiones, la pusieron realmente cachonda.

Probablemente tengan muy presentes las consecuencias, pensó con satisfacción. Pero… eso no significa demasiado.

Miró a Saraya de reojo.

En cuanto nos separemos, se lo contarán todo. Quién soy y lo que mandé hacer. Y no parece tener en muy buena estima a los “niños ricos”. Sin embargo, ellas también me vieron con su profesora. Son testigos, si me propasara demasiado. ¿Qué debería hacer?

Que fuera a descubrir su identidad real era un hecho que no se podía aletargar mucho. Lo que empezaba a jugarle en contra, sin embargo, eran sus sentidos naturales. Los más primarios se habían vuelto demandantes tras ese breve encuentro. Quería continuar generando adrenalina. Era lo único que le provocaba algo. El único fin de la mayoría de sus teatros.

—Mi casa está por allí —dijo de pronto, señalando una de las calles. Era de los pocos lugares que le había dado tiempo a explorar antes de acercarse a la biblioteca. Le pareció solitario y alejado y había reconocido una de las prendas de color en el cableado. Significaba que era territorio controlado por bandas. Saraya se quedó mirando el lugar que apuntaba y caminó más lento.

—¿Allí…? ¿Vives entre esos callejones?

—Sí, en la zona interior. Has sido muy amable conmigo… ¿querrías aceptar un café antes de irte?

—¿Un café? —la rubia volvió a mirar el reloj. La zona le daba respeto, y sopesó lo del café. Entonces, «Charlotte» se adelantó.

—L-la verdad… es que no tengo muchas amigas. Me gustaría empezar con buen pie aquí.

—Oye, no es por opinar de lo que no me corresponde… pero tus padres deberían haber escogido un mejor lugar para vivir —murmuró con pesadumbre—. Quiero decir… te acompañaré… pero tened cuidado cuando trasnoche. Esos callejones siempre están vacíos y cuando no lo están… bueno.

No continuó. Ingrid aceleraba el caminar por momentos, llamada por su naturaleza interior. Se veía tan cerca de besarla y tocarla, que poco a poco iba desconectándose de lo que la otra decía.

—¿Me has escuchado? —prosiguió, preocupada—. En serio, pareces buena chica. Díselo a tus padres.

—Sí… lo haré. Gracias por el aviso —murmuró sonriendo más calmada. Dejó que la otra se pusiera a su lado y enseguida, puso su mente a trabajar. A medida que se adentraban, vio fierros rotos asomando de enormes montones de escombro, que hacía años habrían sido paredes. Se le ocurrió algo rápido.

Simone se tocaba el pecho con fuerza. Por suerte no le había dado un ataque de ansiedad de nuevo. Pudo controlar sus respiraciones a tiempo. Mimi la acariciaba de la espalda mientras la miraba preocupada.

—Oye… si quieres nos volvemos. ¿Te acompaño a casa?

—No creo que sea capaz de estudiar, Mimi. Lo siento. Verla me ha hecho sentir muy mal —murmuró agotada. Mimi asintió.

—Tranquila. Te acompaño. Vamos.

—¡No! Tú quédate y estudia. Por favor, no quiero que te veas salpicada en tus notas por esto.

—Pero…

—¡Mimi! Son problemas míos, no tuyos. No quiero involucrar a nadie. Hazme caso… ¿vale?

—Bueno, pero escríbeme con lo que sea. Estaré atenta al móvil.

—Bien.

Simone dio media vuelta.

Aún podía verlas en la lejanía. Seguían andando, pero su rumbo se torció en un momento dado, después de que Belmont señalara uno de los callejones.

Entonces, las alarmas internas de Simone volvieron a dispararse.

Su cuerpo notó otra sacudida y, de manera inmediata, la respiración volvió a fallarle. Era como una cadena de ansiedad que conocía, que no podía parar ni controlar. Era pura frustración.

Se inventó el nombre… ¿qué demonios hace aquí? Y… ¿adónde la lleva…? ¿Está de incógnito por algún motivo de su clan? No entiendo nada… Pero… ese lugar…

Simone tuvo que elegir seguir andando hacia su casa o ir tras los pasos de ellas. Sospechaba que algo malo iba a suceder.

Callejones

Quizá me estoy arriesgando demasiado acompañándola aquí. Pero… parece tan joven e inocente…

—¡¡ARGH…!!

—¿¡Qué ocurre!? —Saraya se giró, tiesa. Los ojos se le abrieron de golpe al ver que había sangre en la cintura de la castaña. Automáticamente vio los fierros y las mallas de acero afiladas, brillando en sus puntas con sangre. La chica se había herido. Soltó el bolso y corrió hacia ella alarmada—. ¡Madre mía! ¿Pero cómo eres tan ciega? ¡¡Aquí puedes enfermar si…!! Oh, madre mía…

Belmont se levantó la sudadera roída con la mano temblorosa, y bajo ella estaba el desastre. Un impresionante tajo sangrante hizo que la rubia se pusiera la mano por delante.

—¡¡Duele mucho…!! —gimoteó Ingrid.

—Tranquila, espera un momento… creo… creo que tengo algo para detener el sangrado.

Belmont aprovechó para mirar los desnutridos balcones que había en el paredón contiguo. Allí no parecía haber nadie, ni siquiera con los gritos de dolor que había dado. A unos cuantos metros se encontraba el arco de piedra a medio derruir por el que pasaron. Bajó la atención a Saraya. Estaba nerviosa pero mantenía el temple después de haber visto la herida que Ingrid se había infringido a sí misma. Le hizo creer que fue con aquellos fierros, pero… no fue así del todo. De reojo, observó cómo sus uñas de zafiro decrecían despacio, después de haber formado cortantes pinzas para abrirse el lateral de la cintura. Después sólo se pegó a los fierros y los manchó con su sangre. Saraya apretaba con ambas manos un pañuelo de tela, pero cuando lo separó para comprobar si existía una hemorragia grave, vio cómo aquella piel tan blanca emitía un haz ligero, y un tejido azulado se comenzaba a transmitir por los bordes de la herida.

Esto… es… ella es…

—¿Tú…? ¡Ggh…! —notó que la mano ajena le agarró el cuello con fuerza y apretaba los largos dedos—. ¡Agggh…!

Los ojos de Ingrid se pusieron tan rojos, y su tatuaje se dibujó tan rápido en el costado de su rostro, que cuando Saraya la vio sintió terror. No se lo esperaba. Trató de gritar pero Ingrid apretó mucho más y elevó el brazo, levantándola del suelo hasta dejarla de puntillas. Saraya la sujetó de las muñecas.

—Gggh… suelt… suelta…

Ingrid, ahora sonriendo, se relamió los labios y tomó el impulso más fuerte que pudo, lanzándola contra la pared. El cuerpo femenino se estampó e hizo un sonido seco antes de caer de bruces sobre los escombros. Se tocó el cuello mientras tosía.

Esta perra… ¿qué cojones cree que hace…?, Saraya trató de resituarse.

La herida de la castaña había comenzado a curar. Seguía siendo molesta, pero soportable. Sentía que su corazón estaba tan acelerado, que hubiera podido provocarse un orgasmo ahí mismo, a poco que se tocara. Al ver que la chica logró ponerse en pie se acercó rápido y la empujó con más violencia, volviendo a hacerla rodar cuesta abajo por los escombros. Eso dejó a Saraya fuera de combate algunos segundos. Tomó entonces la mochila y buscó el cloroformo. Le dio tiempo a mojar el pañuelo lleno de su propia sangre y se arrodilló tras ella, agarrándola de la cabeza. Cuando presionó el pañuelo sobre su boca y nariz, la oyó gemir enseguida y removerse. Ingrid clavó la rodilla en sus riñones y elevó la vista de nuevo a la terraza. Debían estar abandonadas de verdad. No había ni un alma. Saraya comenzó a moverse con una fuerza que le hizo apretar con más saña su cabeza y descuidar el otro flanco.

—Sh… tranquila. Respira en calma.

Saraya sentía la opresión del pañuelo con mucho miedo, pues empezaba a palpar el efecto de la hipoxia y eso la puso nerviosa. El cloroformo, sin embargo, no tenía ningún mal olor, le recordó a un producto de limpieza cualquiera. Pataleó con fuerza y, para sorpresa de Ingrid, se desquitó de su rodilla y logró ponerse a gatas. Dio un salto y usando todas las fuerzas que el cuerpo le permitió, se agarró a uno de los fierros para impulsarse del todo. Belmont tiró con fuerza hacia atrás pero recibió una patada directa en el estómago que la hizo caer de culo. Saraya tuvo el rostro libre, pero enseguida comenzó una carrera por la auténtica libertad. Y no duró demasiado. La menor la atrapó por la espalda y comenzaron a forcejear.

Alguien las observaba.

Ninguna de las dos la veían.

Simone conocía perfectamente aquellos callejones. Supo que, cuando Ingrid le señaló ese lugar, algo malo tramaba. Y aunque lo sabía y el espíritu le pedía huir en otra dirección, otra sensación igual de fuerte le instó a seguirlas para ayudar a su joven profesora. Saraya era una chica alegre y muy inteligente. Adoraba verla dar clase. Su entrega como docente apuntaba buenas maneras, y le apenaba que fuera el primer y último año que le pudiera dar clases, pues pronto Simone daría sus exámenes de acceso a la universidad y estaría muy lejos. Se había metido en aquel callejón a sabiendas de que tendría que ayudarla.

Pero cuando vio a través de su escondite aquella escena, su cuerpo le mandó tantos avisos de huida, que estuvo a punto de tener un colapso. Los ojos se le abrieron y comenzó a temblar como un flan, incapaz de moverse. Lo veía. Lo estaba viendo con total claridad, cómo aquel monstruo con apariencia de oveja la maltrataba. Forcejeaban como dos animales enrabietados, la ropa de ambas estaba tan removida al luchar que a ambas se les veía el estómago. Ingrid sangraba por algún motivo, pero su sello en el costado izquierdo y sus ojos rojos le daban un aspecto tan enloquecido que estuvo a punto de desmayarse de la impresión.

—P-p… par… para… pa… —los dientes comenzaron a castañetearle y tuvo un sudor muy frío. De repente un montón de oscuras conspiraciones brotaron en su maltratada cabeza. ¿Estará acompañada? ¿Saldré peor parada? ¿Es un plan de su organización, de su familia? ¿Vigilan esto? ¿Saraya les enfadó? ¿Está secuestrándola? ¿Será mejor…

…irme…?

Empezó a jadear del susto. Pero sus pupilas no podían dejar de mirar. Sintió una profunda desazón cuando contempló, horrorizada, cómo Belmont la retenía con muchas dificultades contra un paredón pero el cuerpo de su víctima dejó de responder volviéndose lánguida tras sus brazos. Ingrid dio un gruñido iracundo y continuó apretando con saña aquel trapo mojado en su rostro, por largos segundos. Simone abrió los labios para gritar. Una parte de ella sabía que si hablaba se giraría e iría a por ella también. Las manos le temblaban tanto que se sintió estúpida.

Ingrid… realmente… eres…

Ingrid dio un suspiro de agotamiento y se separó de golpe, dejando caer con estrépito el cuerpo femenino que oprimía. Lanzó a otro lado el pañuelo y ni corta ni perezosa la arrastró de los brazos hasta adentrarla en el callejón contiguo. Simone perdió la visión directa de lo que ocurría. Miró a su alrededor y sacó temblando el móvil de su bolso.

…inhumana… eres… cruel…

Lo sospechó siempre. Su crueldad se extendía a muchos niveles. Pero verla actuar en vivo y en directo, confirmar una sospecha tan horrible, la hizo tener una agonía. Los dedos no le respondieron y el móvil se le escurrió de las manos, cayéndosele por la alcantarilla.

¿¡QUÉ…!? ¡¡NO!! ¡SOY ESTÚPIDA…!

Simone agarró un ladrillo del montón de escombros y caminó a lo largo del callejón. Cada vez se encontraba más cerca del giro por el que Belmont arrastró a la mujer. Se preguntó cuánta fuerza sería precisa para dejar inconsciente a su ex. Pero según se aproximaba al callejón, los sonidos se le metieron en el cerebro como una inyección letal. Se lo esperaba y aun así era doloroso. Ingrid suspiraba igual que un animal desesperado. Simone conocía perfectamente aquellos sonidos, Ingrid no solía gemir, pero sus suspiros eran de puro regocijo y tensión. Y los conocía con sobrada perfección. Podía sentir su nerviosismo dentro de aquel placer. Cuando se rompió y sus jadeos se debilitaron, comprendió que estaba terminando.

Desamparada por los recuerdos y el miedo del momento, Simone se bloqueó. No tuvo el valor de asomarse, pero los sonidos fueron suficientes para hacerla tener unas profundas náuseas. Al final, alejó temblorosamente la posición y volvió por donde había venido. Si ella no era capaz de ayudar a aquella chica, otro lo haría. Pero para eso, debía darse prisa y avisar a la policía.

A la mañana siguiente

Casa Hardin

Simone había pasado la noche sin comer y por la mañana, al ver los cereales, volvió a sentir náuseas. Se obligó a desayunar de todos modos.

—Santo cielo… —su madre lucía preocupada. Con un temor más que conocido, Simone siguió la mirada de su madre hacia la pantalla de la televisión—. Han hallado el cadáver de tu profesora… cielo santo, sólo tenía veintisiete años.

—C… ¿cadáver…?

Caroline abrió los ojos al sentir que su hija rompía a hiperventilar de un segundo a otro.

—Dios. Hija, perdona —la mujer cambió de canal inmediatamente. Se volteó hacia ella y la tocó del rostro—, respira, vamos, ¿estás bien… te pasó algo…?

—Ahh… —Simone se apretó su propio cuello. Los músculos se le tensaban solos allí, tanto, que era como si el flujo del oxígeno se taponara, lo que la ponía nerviosa y formaba un círculo de agonía horripilante. Se obligó a ser más fría y regular las respiraciones tal y como la psicóloga le enseñó. De a poco, roja como un tomate, se estabilizó, y la visión borrosa junto al resto de sonidos volvieron a ella. Vio a su madre tremendamente preocupada—. Mamá…

—Hija, lo siento mucho. Sé que le tenías mucho cariño. No sé qué ha podido ocurrir, pero no le demos vueltas, ¿vale? Tú también sigues en plena recuperación.

Simone temblaba al respirar. Los ojos se le llenaron de lágrimas en cuanto la abrazó.

Por qué… por qué la has matado… ¿por qué eres así…? No te bastaba con violar, ¿¡es eso!?

Simone había dado parte a la policía la tarde anterior, y como ya era mayor de edad, no explicó nada a ninguno de sus padres. Pero tardó en contactar con los funcionarios más de veinte minutos, y al haber hecho una llamada anónima, no se enteró de cómo concluyó todo hasta que las noticias lo dijeron.

Más tarde se enteraría de que el cadáver de la mujer no fue encontrado en esos callejones, sino a dos kilómetros al sur, cerca de un desierto. Pero lo que más horripiló a Hardin fue saber las condiciones en las que la encontraron.

“Estaba desmembrada. La golpearon con un bate y pelotearon su cerebro varias veces contra una pared… estaba irreconocible, por supuesto. Es una auténtica pena. ¿Sospechosos? Una joven, pero la policía no ha querido comentar nada al respec…”

Tener la seguridad de que aquella menor descarrilada saldría indemne era lo más mortificante. Ése era el peso de un apellido fuerte. Ni la policía ni el gobierno se involucrarían con los pesos pesados, y menos si se trataba de una menor de edad. Y una Belmont. Porque las pruebas estaban ahí, al alcance de cualquiera.

No debe ser difícil investigar que estuviste en este barrio… ni en esa biblioteca, porque hay testigos. Pero, qué importa, ¿verdad?

Caroline Hardin no sabía ni una cuarta de los pensamientos suicidas tan recurrentes que revoloteaban por la cabeza de su pequeña. Tenía sus propias heridas, entre las que estaban haber permitido que unos magnates despiadados la ultrajaran sin ningún tipo de remordimiento ni indemnización. Cuando veía a Simone en aquel momento, parecía casi que podía partirla el mínimo uso de la fuerza, pese a lo alta y hermosa que era, y la energía que había irradiado hasta el momento en el que los Belmont se cruzaron en su camino.

Con el paso del tiempo, Caroline vería entristecida hasta dónde podía alcanzar la profundidad de una herida.

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