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  • Paradero Desconocido

CAPÍTULO 47. Formular un motivo

—¿Cariño? Estás muy sexy. ¿Quieres que te acompañe a la reunión?

—Es solo para personal… me temo que no será posible esta vez. Siento tenerte tan abandonado.

—Últimamente pareces en la luna. Aprovéchanos, que pronto empezará el nuevo curso… —musitó el hombre, abrazándola por la espalda. Suzette sonrió y se miró en el espejo. Tenía que reconocerse lo guapa que estaba. Estaba tan guapa como preocupada. Vestía una blusa rosada ajustada a la cintura, con un pantalón beige de lino que dejaba sus tobillos y cuñas altas a la vista. Su pelo largo y liso caía tras los hombros.

Bueno, amor… voy a ponerte los cuernos por segunda vez. Pero esta vez será la última. Para la próxima, tomaré medidas legales y si acabo repercutida, tendré que acudir a un abogado.

Suspiró tratando de no hacer ruido al abrazarle, y darle un casto beso para despedirse. También besó a su pequeña.

Hotel

Kenneth se lo puso fácil a su hermana sin pretenderlo. Dijo abiertamente que se iba a follar y que pasaría la madrugada por el club de fumadores americano al que estaba asociado. Ingrid no tuvo que elaborar nada, dijo que se iría a su habitación y que estaría mirando series hasta que se quedara dormida. Como era un hotel de alto standing, el chico no se preocupó más de la cuenta. No le apetecía ningún plan familiar y era el único desafortunado que tenía el día disponible para acompañarla a Ambeth.

La chica estuvo atenta hasta que le vio y le oyó irse, silbando por el pasillo. Entonces le dijo a Suzette que aguardara diez minutos y que ya podía subir a la habitación número 32.

La mujer se esperaba un comportamiento exigente y caprichoso como la primera vez. Al llegar, no supo cómo saludarla. El primer arrinconamiento había sido favorable para esa niñata que tenía delante. Se la encontró con un camisón de pijama, descalza, y mirándola con una sonrisa de oreja a oreja.

—Joyner… —murmuró haciendo una suave reverencia. Suzette no quería alargar su estadía en el pasillo así que se dio prisa en entrar y cerrar la puerta.

—Quiero dejar unos puntos claros antes de empezar.

Ingrid se incorporó despacio, mirándola con fijeza. Había un halo de clara felicidad satisfactoria en sus facciones.

—La escucho…

—Estaré en mi casa antes de medianoche. No seré tu esclava. Y, no habrá siguiente vez.

Ingrid miró furtivamente el reloj de pared. Eso le daba unas tres horas. Asintió conforme, sin borrar la sonrisa de su rostro.

—Acepto. ¿Puedo volver a tutearla…?

Suzette la miró ceñuda y dio un suspiro de resignación.

—Sí. De lo contrario, será más raro aún todo esto.

La muchacha cabeceó una afirmativa y se dirigió al mueble bar. Tomó por el camino el mando a distancia y encendió el equipo de música. Enseguida se instauró en la habitación un ambiente que pretendía ser relajado.

—¿Es jazz…?

—¿No te gusta? —paró de sacar las copas, mirándola.

—Ésta es mi canción favorita —dijo, ligeramente asombrada. Ingrid escondió una sonrisa como pudo.

—Qué casualidad… me alegro. Es un buen repertorio —giró ambas copas y las llenó de vino.

—Así que bebiendo vino… tan joven.

—No soy una niña. En mi casa, todo se celebra con vino o champán.

Caminó hacia ella y dejó la copa en la mesita auxiliar que había cerca del sillón. Mientras removía su copa en círculos, la observó de arriba abajo.

—Puedes dejar el abrigo. Me gustaría hablar contigo, profesora.

—De qué —dijo cortante, deshaciéndose de la gabardina. La dejó en el respaldo del otro sillón y tomó asiento. La copa de vino le vendría bien. Así que imitó a Belmont y tomó un sorbo después de husmearlo. Era antiquísimo. Lo supo por el aroma inmediatamente. Tenía buen paladar para el vino. Al saborear con la punta de la lengua, los poros de su piel se tensaron un poco.

Estoy segura de que este reserva no cuesta menos de seiscientos dólares. Estudió a distancia el etiquetado de la botella, pero la voz de Ingrid la resituó.

—Quiero hacer las cosas de otra manera. Eres la mujer más adulta con la que he estado y aunque no lo creas, tengo presente algunas frases que me dijiste la primera vez.

—Te hablé acerca del cortejo… quizá usé otras palabras.

—Me gustaría que disfrutaras mucho. Me lo he propuesto —musitó, sonriendo con dulzura—, ¿qué te gustaría que te hiciera?

—¿Eh…? Ingrid, para empezar… sabes que me has arrastrado aquí. Me estás obligando a estar aquí.

Su descaro le dolía en el ego. A Ingrid le costaba aguantar cierto tipo de comentarios. Ella sabía lo que valía, y sabía lo que su cuerpo y su precioso rostro provocaba en los demás. Era la mejor. Suzette se daría cuenta esa noche y recapacitaría. Pero mientras pensaba en todo aquello, la vista se le había quedado congelada en ella. Y Suzette al final decidió dar un paso atrás.

—Bueno —carraspeó, meneando la copa. Ingrid parpadeó, como si despertara de un trance—, eres mucho menor que yo. Así que por lo pronto… podemos hablar de qué quieres explorar. Y yo te daré mi valoración.

Ingrid bebió un trago más largo de su copa y cruzó sus largas piernas, contoneándolas pensativa al repasarla con la mirada nuevamente. Al final se relamió los labios y contestó.

—Para empezar, me gustaría ver la lencería que llevas.

Suzette aceptó e hizo un ruido seco cuando dejó la copa en la mesa. Se puso en pie frente a Ingrid y se desabrochó rápido la blusa y el cinturón del pantalón. Las pupilas de la menor se ensancharon suavemente cuando siguió el recorrido de sus enormes tetas, enjutadas en un sujetador lila. También las braguitas eran de encaje lila, iban a juego. Sintió sed de nuevo. Bebió otro trago en lo que Suzette terminaba de retirarse las cuñas.

—Ahora… quiero que te sientes en esa mesa. Quítate las bragas.

—No me hables como si fuera tu esclava, Belmont.

Ingrid titubeó. Alzó un poco las manos para concederle una disculpa no verbal.

—¿Prefieres en la cama…?

—Sí —dijo hastiada, cambiando rápido de dirección para encaminarse al enorme colchón. Ingrid apuró su vino y se puso en pie. Se retiró el camisón de raso y pasó una mano por su cabello, mirándola de soslayo. Suzette tomaba aire mientras miraba de lado a lado, totalmente desconfiada.

—Probablemente te preguntes por qué soy tan insistente, ¿verdad?

—No estarás grabando esto también, ¿verdad? —imitó su tonalidad, ayudándose de las palmas para sentarse y apoyar la espalda en el cabecero. Ingrid curvó más las comisuras y pasó un mechón liso de su pelo tras la oreja. Se quedó mirándola desde el borde.

—Por supuesto que no. No me interesa que me vean follando con mi profesora, ¿por quién me tomas?

—Es difícil saber de qué palo vas, dado que eres una mentirosa de categoría.

—Haremos esto y no volveré a molestarte. Esta vez no me dejarás a medias.

Suzette cruzó miradas con ella. Ingrid tomó de su bolso el arnés del strapon y lo echó sobre la cama.

—¿Qué es lo que vamos a hacer?

—Al principio pensé que con algo así sería suficiente —sacó un dildo negro, de tamaño considerable. Se lo enseñó. Sus largos dedos lograban encerrarlo con la mano. Suzette miró el juguete pero no dijo nada. Y su acompañante sonrió volviendo a lanzarlo en el bolso—. Pero luego vi las proporciones de tu marido. Un negro francés asqueroso de más de dos metros. Con razón tu niña era una mulata. Pensé que era adoptada.

La descripción de su familia puso nerviosa a Suzette. Entreabrió los labios al ver el dildo descomunal que le mostraba ahora.

—Con esto te sentirás más satisfecha, ¿verdad? —rio la castaña—. Seguro que tiene una polla gigante. Una pena que no la haya podido encontrar en ese tono de mierda de su piel.

—¡¡Cierra la boca!! —perdió los nervios y se tapó la cara con las manos trémulas. Lo que le pedía el cuerpo era abofetearla.

Tengo dinero, un buen trabajo… ¿cómo he acabado de este modo? No tiene sentido…

—Discúlpame. Pero eres preciosa. Tienes una belleza de revista —dijo sin mirarla, entretenida en introducir el dildo morado en el arnés para que no se desplazara. Lanzó el juguete sobre la cama y también sacó un bote de lubricante—. Me cuesta imaginarte como esos ridículos vídeos porno interraciales.

Suzette bajó las palmas de las manos de su cara, suspirando harta. Respiró profundamente.

—No quiero que hablemos de nadie más, ¿de acuerdo?

Ingrid se encogió de hombros y asintió. Se subió a la cama junto a ella y aproximó su rostro al suyo. Trató de besarla enseguida, pero la albina la sujetó de los hombros.

—Otra cosa… esa cosa que acabas de meter en el arnés… te aseguro que no me entrará.

—¿Te estimula el sexo oral?

Suzette parpadeó mirándola. Nunca se lo había hecho una mujer. Pero era la práctica que más cachonda le ponía. Tardó en contestar, así que Ingrid la recostó de un tirón suave sobre la cama y sonrió desde arriba.

—Seguro que sí. Avísame cuando estés excitada… y verás como hago que te entre.

La rubia contuvo el habla. Ingrid soltó una risa de diversión y se retiró el sujetador. Ahora, sólo le faltaban las bragas por quitarse. Y Suzette aún llevaba la lencería lila. Le quedaba fenomenal, y objetivamente tenía muy buen cuerpo, a pesar de su gran estatura. A Ingrid le solían gustar las chicas más manejables. Pero aquella mujer era madura, y se le presentó como un antojo. También tenía curiosidad por saber cómo tenía las tetas y la vagina habiendo pasado por un alumbramiento. Cuando se posicionó entre sus piernas le bajó las bragas. Le gustó ver que se ruborizaba. A pesar de ello, no era como una colegiala, y sí era capaz de seguir con la mirada todos sus movimientos. Joyner no debía de ser una mujer fácil de llevar si el compañero sexual era un hombre. Estaba convencida de que le gustaba mostrar un aura de poder. La dejaría creérselo con ella también, al menos al principio. Cuando prestó atención a su coño, se sorprendió al ver que el escaso vello que tenía era tan rubio. Era raro. Todo el vello que la recubría en algún lugar era de ese rubio muerto, el paliducho tono del albinismo que no generaba pigmentación alguna.

—¿Qué estás mirando ahora? —preguntó incómoda. Ingrid la miró y sonrió un poco sin responder. Sacó la lengua y la probó de una lamida. No le desagradó el sabor, así que se acercó más y trató de acomodarse tumbada sobre la cama. Joyner le puso algún que otro problema para facilitar la cercanía de sus hombros, hasta que Belmont le abrió con más ánimo los muslos. Y siguió lamiéndola, mientras la observaba con fijeza.

Que deje de mirarme, maldita sea… jamás sentiré tranquilidad así.

Es tu alumna, le dijo otra parte de su mente, acusatoria. Debería darte vergüenza.

Por fin, Ingrid cerró los ojos más concentrada y aplastó los labios contra los labios externos de su intimidad, chupando lento pero gustosamente. Se tomaba su tiempo y el clítoris sabía estimularlo a la perfección. Suzette frunció las cejas algo desorientada. Temblaría en breve, si lo seguía haciendo tan bien. Porque incluso pese a lo loco y prohibido de lo que hacía, le gustaba sentirse servida, atendida. Y le gustaba gustar desde que tenía la edad de Ingrid. Sus labios eran suaves y esponjosos, y no era ninguna burra haciendo aquello. Si no la miraba, sentía hasta que podía llegar a concentrarse.

Quisiera estar receptiva o no, su cuerpo logró relajarse y las atenciones de Belmont tuvieron buena acogida. Contrajo las ingles al sentir que apretaba un dedo más, que entró con suma facilidad. A Suzette se le fueron los ojos al consolador enorme que había traído. Era desproporcionado, incluso comparándolo con el pene de su marido. Ingrid lamió una vez más y se fue irguiendo, pero no dejó de introducirle los tres dedos.

—¿Cómo te ves? ¿Puedo penetrarte ya? —murmuró mirándola con fijeza.

¿Por qué me pide permiso…? Espera, ¿cuánto rato lleva haciéndolo…?

—Inténtalo —dijo sin más.

Belmont bajó a atención a sus pechos, los cuales seguían cubiertos por el encaje de la lencería. Tragó saliva y se obligó a seguir por pautas lo que se había propuesto. Retiró los dedos y tomó el strapon. Se lo abrochó con rapidez y rodeó el dildo con la mano, extendiendo una pobre capa líquida en el glande, proveniente de los fluidos de su maestra.

—Voy a necesitar ponerme encima al principio si quieres que me entre —dijo al calibrar de nuevo el diámetro más de cerca. Ingrid no pareció ni siquiera escucharla. Ajustaba el glande a su entrada, hasta que la rubia la agarró con fuerza de la muñeca—. ¿Me has oído?

—Déjame intentarlo así. Te quiero ver desde arriba.

Joyner utilizó sus armas de mujer y no la dejó pensar. La chica estaba nerviosa, así que podía sacar algo de provecho después de todo. Se apresuró a moverse y arrodillarse frente a ella, hasta ponerse frente a frente.

—Te gustará verme encima también —dijo más seductora, y le encerró una de sus tetas desnudas con la mano. Ingrid sintió un escalofrío de punta a punta y la miró con otra receptividad. Pero aún parecía estudiar la opción—. Si quieres que me entre todo, déjame enseñarte a hacerlo bien.

—Pesas mucho. Creo que no me gustará.

—Si no te gusta… ya veremos con qué me lo haces saber. Déjame intentarlo —bajó la cabeza hasta el mismo pecho, y recogió el pezón con un movimiento envolvente de la lengua. Ingrid se ruborizó un poco. Tenía el rol de exploradora y dominante, generalmente. Pero Suzette tendría mucha más experiencia que ella y eso la llamaba profundamente. De pronto, Joyner le dio un suave empujón para que cayera sobre el colchón. Ingrid se dio prisa en coger una postura cómoda. Recibió el cuerpo largo y tonificado de su maestra, que con una mano se sujetó a la almohada y con la otra agarró el dildo, acariciándose por fuera con él.

—Métetelo —dijo, más nerviosa que imperativa.

—Deja de mandar. Disfruta y cállate un instante —susurró en su nariz, antes de lamerla en los labios. Para su regocijo, tuvo efecto inmediato en Ingrid. La chica desplazó sus manos hacia el broche del sujetador y trataba de abrírselo a tientas, en lo que Joyner se seguía acomodando. Logró encajarse el glande con dificultad, y presionó la boca fuerte al tener que obligar un poco su vagina a ceder ante aquello. Ingrid balbuceó ante el peso sobre su clítoris, y la buscó deprisa en las tetas. La oyó gemir adolorida al ceder más el peso de su cuerpo sobre ella. Ingrid desplazó una mano a su nalga y la aferró hacia abajo.

Le encantó el proceso de ver cada uno de sus gestos tratando de introducirse aquello hasta el final. Tenía el coño con una abertura enorme tragando el dildo morado, y su cuello transpiraba. Cuando lo consiguió, la presión sobre el área de su propio clítoris la hizo sonreír. No le dejó tregua, enseguida trató de manejarla de las caderas de adelante hacia atrás. Pero cuando la rubia la correspondió con su peso corporal, Ingrid emitió un jadeo más lastimero. Era un frote fuerte.

—¿Te duele…? —preguntó Suzette.

—No… sigue haciéndolo.

La rubia tomó impulso y logró hacer un vaivén más continuado. Ingrid mantuvo los labios abiertos casi alucinada, y la recorría sin parar de arriba abajo. Sus suspiros eran mucho más continuados que los suyos, y Suzette empezó a deleitarse un poco con semejante experiencia. Ingrid se habría acostado con muchas jovencitas de su edad, pero no con una adulta de verdad. Suzette presenciaba cómo la niñata alucinaba cada vez que ejercía un movimiento distinto, y cómo se enrojecía de placer. Ingrid no hacía nada más que mantener sus manos muertas sobre sus caderas. Ni siquiera la apretaba, sólo la acompañaba. Se elevó el pelo con las manos, agitando de arriba abajo el cuerpo con más fuerza sobre ella. Ingrid frunció las cejas acalorada al recibir sus saltos. Los suspiros se le entrecortaban.

—Voy a correrme… —musitó, casi en un hilo de voz. Suzette gimió al oírla para animarla, e Ingrid cerró los ojos. Cuando subió la mirada a sus enormes pechos y cómo botaban, jadeó con fuerza. Estaba al borde. Desplazó las manos a ambas y las apretó con ganas, haciendo que Suzette reprimiera un jadeo ahogado, más adolorida.

—Esp… espera… ten cuidado…

—Sigue moviéndote… voy a correrme…

Suzette estuvo tentada de apartarle las manos de allí. Era brusca. Aceleró la bajada de sus caderas para empujarse más contra su vagina, pero lejos de hacer que parara, sólo logró ponerla más nerviosa. La apretó muy cerca de las aureolas, y en uno de sus masajes Suzette paró de moverse, temblando. Ingrid abrió los ojos sorprendida al ver cómo de ambos pechos eyectaba leche.

—¿Aún das de mamar a tu hija? Joder…

—Es pequeña… —dijo adolorida. La agarró de las muñecas—. Por favor. Aprietas demasiado.

Ingrid seguía suspirando con fuerza, y con las manos mojadas volvió a hundir los dedos en sus mullidas caderas. La miró con una sonrisa.

—¿Te estoy gustando…?

Suzette la observó ceñuda.

—No me hagas esas preguntas.

Tiene la respiración como loca, pensó la albina, internamente sorprendida, parece que le va a dar algo.

Ingrid respiraba sudada y con las pupilas dilatadas. La acarició sin parar.

—¿Puedo follarte por el culo?

—No —dijo tajante. Ingrid dio un suspiro de insatisfacción. Tragó saliva.

—Por favor… cambiaré de consolador.

—He dicho que no.

Suzette no la dejó pensar más, ni insistir más. La agarró de los hombros repentinamente para apretarla contra la cama y volvió a follarla desde arriba, con más fuerza y velocidad.

Bien, dijo para sus adentros. Puedo con ella. Ingrid no estaba en condiciones de seguir con la pataleta, porque al volverle a incidir contra el coño de aquella forma volvió a cambiar la expresión de su cara. La menor ciñó sus dedos con fuerza en sus caderas y le empezó a enterrar las uñas.

Por fin, parece que está llegando…

—¡Hm…! ¡Ah! —Ingrid se agitó más y chilló, acompañando con la misma necesidad el vaivén de su cintura. Bufó cachonda mientras un potente y largo orgasmo la recorría.

Suzette sudó frío un instante, al ser testigo de los tatuajes dibujando atrozmente tribales mágicos sobre su brazo izquierdo, mientras la niña jadeaba. De pronto, Ingrid subió una mano y le pegó un brusco tirón de pelo que tiró el cuerpo de Suzette sobre el suyo. Por un segundo, ésta última se asustó. Ingrid respiraba exhausta, casi con dolor. Estaba jadeante. A Joyner empezaba a preocuparle el tono de esas respiraciones. Levantó un poco para mirarla, pero Ingrid la retuvo con fuerza, y de pronto, el brazo sobre su espalda la ceñía con la fuerza de un muro.

—Estás muy exaltada… —murmuró la rubia, respirando sobre su cuello. Notaba la velocidad desmedida de su corazón allí.

—Creía que iba a explotar… te tengo muchas ganas.

Suzette permaneció sobre ella un par de minutos, que la chica por fin, ya más recuperada, fue mermando su respiración y retirando el brazo de su espalda. La profesora se removió despacio y se quitó el consolador de la vagina. Se avergonzó al ver que a pesar de no haber llegado al orgasmo, sí que había expulsado esa cantidad de fluidos. Ingrid se desenganchó el strapon y se recostó de lado, mirándola con fijeza.

—¿Te puedo regalar algo? —musitó jovialmente, sonriendo como una niña inocente. Suzette imitó con total sarcasmo esa sonrisa, pillándola por banda.

—No vas a vincularme a ti.

—No lo pretendía —dijo rápido.

—Entonces supongo que lo que vas a regalarme no lleva zafiro por ninguna parte, ¿no?

Ingrid entreabrió los labios, pero no respondió, mortificada. Había sido cazada.

—Yo te trataría mejor que ese hombre con el que estás.

—No sabes nada de mi vida, Belmont… ¿por qué tratas de convencer a los demás? ¿No te vale con un simple “no”?

—Eres muy bonita para él —dijo, ignorando su frase y tratando de desviar la convicción por otro lado—, y puedo aprender a follarte mejor que él. Además, te daré cualquier cosa que quieras.

—Ya tengo todo lo que quiero. Me sobra el dinero.

Ingrid sintió un leve chispazo de rabia. Suzette percibió que un halo rojizo bailó una sola vez por sus iris castaños, pero trató de no darle demasiada importancia.

No puedo convencerla con nada, pensó la menor. Parece que sabe de antemano lo que voy a decirle.

—¿Puedes quedarte a dormir conmigo?

—No.

—De acuerdo, entonces… hagámoslo otra vez.

—Ese no fue el trato.

Ingrid cambió de a poco la expresión del rostro y se irguió hasta sentarse en la cama. La miró fijamente.

—No me hagas suplicártelo.

—Deberías suplicarme —se armó de valor y le plantó cara, sin pensar en ninguna consecuencia. Se puso también a su altura, sentada en la cama, y la siguió mirando con dominancia—, eres TÚ la que casi no puede respirar del placer que te ofrezco. Eso jamás lo obtendrías forzándome ni tratándome como si fuese una prostituta. ¿Quieres que te haga disfrutar más? Suplícame, Belmont —alzó más el tono—, aprende de una vez que la vida no viene regalada para nadie. Quieres follarme, ¿no? Consigue que yo también quiera follarte y hacerte reventar.

Ingrid se quedó de una pieza mirándola. Las frases que se trataban de construir en su cabeza no estaban a la altura de lo que ella acababa de soltarle. En efecto, podía forzarla. Tenía la fuerza y la magia del sello de su parte. Pero era lo que siempre hacía. Suzette follaba bien, y ese orgasmo que acababa de tener casi la hizo babear del gusto. La miró de arriba abajo, aún callada.

—¿Y bien? Nada que decir, ¿verdad? —musitó alcanzando su sostén—. Contaba con eso. No eres más que una maldita cría —se puso de pie.

—Espera —la agarró de la muñeca, frenándola.

—Dime.

—No quiero forzarte. Sólo quiero disfrutar una vez más. Te prometo… te prometo que…

—Sé lo que quieres. Tú no te has visto la cara —se zafó de su mano—, ni siquiera puedes gestionar tanto placer. Y no dominas bien tu sello, se ha materializado mientras tenías el orgasmo. Me expones a un peligro totalmente innecesario para mí… a cambio de absolutamente nada. Porque tú no puedes satisfacerme en la misma medida.

—Vete… ¡VETE A LA MIERDA! —gritó de pronto, saltando y poniéndose en pie. La profesora echó hacia atrás la cara, a la espera de alguna violencia por su parte. Ingrid la miró irritada—. ¡¡He estado mucho rato haciéndote sexo oral!! No digas que no has disfrutado.

—No en la misma medida. A ver si aprendemos a escuchar.

Ingrid sintió otra punzada de rabia, pero pudo contener su cuerpo. Suzette y ella se devoraron con la mirada, hasta que la rubia suspiró.

—Bueno, yo ya he cumplido con todo lo que hablamos. Si quieres llevar esto a los tribunales, que así sea. Estoy perdiendo un tiempo valioso.

Ingrid miraba un poco más desesperada cómo recogía su ropa. Sintió que sus venas se le hacían pesadas en los dos brazos. Era la concentración de moléculas JK, a la espera de una demanda para despedir y manejar el mineral a su gusto. Ingrid pensó en cómo se vería la cabeza cercenada de aquella mujer tras una limpia amputación, y el chorro sanguíneo a presión que saldría los primeros segundos de su cuello decapitado. Pero no podía hacerlo. Las consecuencias se magnificaban en su contra. Las sociales, las jurídicas, las políticas… y las de negocios, incluso. La agarró del hombro y la giró bruscamente, pero entonces recibió una descomunal bofetada.

Mierda…

Suzette la miró estupefacta, incluso consigo misma, por la actuación de su propio sistema nervioso. Belmont chocó y tropezó con la mesita de noche y se llevó la mano a la cara.

—Yo… yo… —empezó la albina, cuando de pronto el sonido de la puerta las alertó a las dos.

—¡Ingrid! ¡Nos vamos! ¿A qué coño estás esperando? Llevo llamándote quince minutos. ¿¡No ves tu teléfono o qué coño!?

La joven siguió palpándose la mejilla. Sin cruzar una sola palabra más, se puso en pie y comenzó a vestirse. Suzette tragó saliva lentamente y alcanzó también su ropa.

—No quería hacerlo —susurró—, no llevo nada bien que se me acerquen a traic…

—¡¡INGRID!!

—Ya salgo —contestó Ingrid.

Kenneth bufó exasperado desde el otro lado. Apoyó la espalda en la pared del pasillo.

En completo silencio, Ingrid desbloqueó la puerta al cabo de unos minutos y dejó la maleta contra la pared. Kenneth la regañó a voz en grito durante largos segundos, mientras la maestra seguía escondida tras el muro de la ventana americana con el que se compartimentaba la habitación. Por ningún motivo se expondría delante de aquel desconocido.

—…ve y espera fuera! ¡Me tienes HARTO!

—¡Señor, cállese, toda la planta le está escuch…!

—VEN AQUÍ Y CÓMEME LOS HUEVOS, HIJO DE PERRA. ¿QUIERES FIESTA TÚ TAMBIÉN?

El huésped miró boquiabierto a Kenneth y optó por cerrar su puerta de un portazo. Chistando, el pelinegro volvió a echar una furtiva mirada al interior de la habitación. Su hermana ya se encontraba bajando por el ascensor.

¿Qué estaba haciendo…?

Se adentró en la habitación y miró a los lados. Un aroma a cuerpo de mujer le llegó a las fosas nasales, y sospechó que habría alguna prostituta escondida. La suite estaba en un piso demasiado elevado como para permitirle el huir por las ventanas, así que dio un paso más al interior y removió las sábanas.

—Putita, sal de donde estés, que te voy a explicar un par de cosas antes de que vuelvas a tu esquina —dijo en voz alta.

Suzette se crispó allí agazapada, pero no salió. Se dio prisa en ponerse bien el sujetador. El chico vio ropa que no era de Ingrid a los pies de la cama. Miró despacio hacia la ventana americana.

Al cabo, Suzette escuchó la puerta volver a cerrarse y después, el silencio. Se dio prisa en salir y vestirse. Como pudo, se peinó el pelo y tomó aire antes de salir al rellano. Pero cuando giró la primera esquina antes de llamar el ascensor, una figura alta y corpulenta que ya conocía la agarró del antebrazo por sorpresa.

—¡Au…! ¿Qué naric…?

Sus miradas chocaron, y ambas fueron de estupefacción. Asombrado, Kenneth la soltó al reconocerla.

—No me jodas. Te vi en el…

—Guarda silencio —apuró ella, mirando hacia los lados. Bajó su tono—. Esto es vergonzoso, quiero irme cuanto antes.

—…

El silencio fue aún más insoportable que cualquier frase que aquel muchacho le recriminara. Al volver a mirarle, se dio cuenta de que pese a su enorme complexión, era un hombre joven. Tragó saliva y se adelantó a pulsar el botón del ascensor. Kenneth tardó en reaccionar un poco más. Finalmente se posicionó a su lado y también habló en un murmullo.

—Será mejor que la ignores si vuelve a ponerse en contacto contigo.

—No quiero hablar de este tema nunca más, con nadie. En la vida.

—Ya. Pero bien que estás aquí.

—Ella… —“me chantajeó”, estuvo a punto de soltarle. Estaba mortalmente incómoda. Pero se mordió la lengua—, es igual.

—Me esperaba a cualquier mujer de la calle. No a una mujer hecha y derecha.

—Iré por las escaleras —dijo nerviosa, girándose. Kenneth se cruzó en su camino y la miró más serio.

—¿Te ha hecho algo? Eh, respóndeme. Tenemos que tenerla atada en corto.

—¿Qué…?

—No sé. ¿Por qué iba alguien como tú a ceder a algo así? ¿Te ha hecho daño, o…?

—Parece que nadie de la familia Belmont entiende lo que oye. Te he dicho que no quiero hablar.

Kenneth pensó en dejarlo estar, la mujer le pasó por el lado. Pero algo le repiqueteó en el pecho y siguió tras sus pasos.

—Me importa. Porque veo cosas raras en ella.

Joyner paró de andar lentamente. Se volteó un poco hacia él.

—¿Raras?

—¿Cómo hace que alguien como tú…? En fin.

Joyner se giró del todo, suspirando.

—Pudo arrastrarme hasta aquí bajo amenaza. Claro que antes lo combina dando pena… o actuando como si le importaras. Después, uno se da cuenta de lo que quiere cuando ya no sabe cómo no salir escaldado.

—¿Con qué te amenazó?

—Con… mira, yo…

El teléfono de la rubia comenzó a sonar. Suzette y él miraron la pantalla. Era el marido de Joyner. Ésta respiró hondo y lo dejó sonar, volviendo la mirada a Kenneth.

—Tengo que irme. La bloquearé del teléfono, y si acabo saliendo en algún noticiero, ya sabrás cuáles son los motivos. Por lo pronto, no quiero saber más nada de tu familia —iba a comenzar a andar, cuando de repente algo le vino a la mente. Devoró a Kenneth con la mirada entonces—. Si se acerca a mi hija, le pegaré un tiro. No te quepa duda.

Entonces se marchó apurada. Kenneth apretó la mandíbula.

Mujer casada y con una hija. Ya me puedo imaginar por dónde la arrinconó. Pero… ¿por qué la gente que la rodea le permite llegar a este punto en primer lugar? ¿Cómo lo hace?

“Pudo arrastrarme hasta aquí bajo amenaza. Claro que antes lo combina dando pena… o actuando como si le importaras.”

Recordó a Simone. También su intento de ser amiga de Hina.

Hina…

Hina estaba embarazada. De pronto, imaginó que su hermana formulaba un motivo por el que tuviera que conseguir algo de él mismo. Seguidamente, la imaginó agarrando un arma y disparando a Hina en el vientre. Kenneth parpadeó y sintió en la espalda un breve escalofrío.

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