CAPÍTULO 5. Un pacto verbal
Reika Kitami empezaba a tener problemas para concentrarse en clase. No tenía ánimo para estudiar por las tardes en casa ni en la biblioteca, y había dejado de socializar tras lo ocurrido en las duchas. Para colmo, coincidía en muchas clases con Kozono, lo que le era aún más contraproducente para intentar espantar ese recuerdo. Pero aquella mañana pasó algo todavía peor: alguien había envenenado al cachorro y lo había dejado muerto y pisoteado en la zona donde todas las mañanas ella le daba de comer, y aquello le afectó mucho.
Cuando la alarma de fin de clases sonó, Kozono observó que nuevamente la rubia plebeya, a la que le estaba cogiendo rabia por sus constantes rechazos, se quedaba mirando sus apuntes y la pizarra con los últimos ejercicios de trigonometría. Lo que más le molestaba era que pese a los acontecimientos, aquella estúpida pobretona aún no le había pedido disculpas y ella seguía sin habérsela follado. Todas las experiencias sexuales que había tenido en su adolescencia habían sido consentidas, y en la mayoría de casos propiciadas por ella misma. Era la primera vez que alguien no le doraba la píldora o tenía la necesidad de agradarle. Pero incluso eso podía aguantarlo. Lo que no aguantaba bajo ningún concepto, era demostrar su interés por alguien y que ese alguien, que encima era de tan bajos recursos, que sólo tenía una cara y un cuerpo bonito y ni siquiera tenía buenas notas, se diera el lujo de rechazarla. Se le pasó por la cabeza buscarse una manera rápida de expulsarla de la Academia. O humillarla. O simplemente mandar a los pandilleros que su familia tenía a buen recaudo para darle una golpiza y desfigurarla. Al perro ya no podía volverlo a matar, ¡una pena que Reiko no viera cómo agonizaba tras probar el veneno! Ese último recuerdo, que ella sí vio, la hizo sonreír un poco.
Cuando ya casi no quedaba nadie en el aula se puso en pie a recoger sus cosas y las fue guardando en su bolso. La oyó. Estaba llorando sin hacer ruido, y sin moverse aún de su pupitre. Como estaba en uno de los laterales y en la primera fila, no había nadie que pudiera verla. Pero Kozono vio que se quitaba la humedad de sus ojos con la manga y suspiraba entristecida. Su ego pareció cobrar fuerza en ese momento. Le parecía bien que sintiera pena, al menos satisfacía un poco la ira que guardaba dentro. La dejó allí y se marchó a comer.
Comedor de la Academia
—Algo le ocurre a la nueva… ¿cuánto dices que lleva sin venir?
Kozono no aguantaba tanto cotorreo acerca de Kitami. Su mesa, donde se sentaban las chicas y chicos más populares de toda la Academia, aquel mediodía estaba siendo un maldito caos.
—Kozono-san, estás muy callada… ¿un mal día en el Consejo?
Kozono se quedó mirando a las tres chicas, a lo lejos, que intentaron iniciar un club de magia negra hacía ya un par de semanas. Mientras comían seguían con aquel maldito libro del pentáculo invertido, no se separaban de él. Una idea se le cruzó por la mente, pero era absurda. Ella no creía en aquellas bobadas. Devolvió la mirada a su compañera del Consejo pero antes de responderle, uno de los muchachos habló más fuerte.
—Teníais que haber visto al perro, chaval. ¡Alguien lo pisoteó y le rompió todos los huesos! La chica nueva se puso a llorar como una niña de cinco años cuando lo encontró, os lo juro. Además, la policía le encontró veneno en la lengua.
—Pobrecito… ¿quién ha podido hacer algo tan horrible? —dijo otra, aunque el chico le tiró una gyoza a la cara, y enseguida empezaron a pelearse con la comida.
—Ya basta. Si queréis comportaros como monos de un zoo, ahí tenéis al representante, esa rata de cloaca.
Todos viraron la atención a Hiratani, que iba encogido como siempre con una bandeja en las manos, y todos se rieron de él automáticamente. Kozono sonrió, le animaba ver cómo se metían con él, le empujaban al pasar, le robaban la comida e incluso le lanzaban bolitas de arroz. Hiratani no contestó, siguió cabizbajo y se sentó en la única mesa donde no lo repudiaron: entonces los gritos y los comentarios pasaron a ser cuchicheos más bajos.
—Anda que es tonto, el bribón… se sienta con la nueva, que menudas tetas que tiene —dijo uno.
—Makoto, no seas maleducado —le espetó rápidamente Kozono. Éste le lanzó una mirada de incomprensión.
—¡Venga ya! Si piensas igual que yo… tú también le has echado el ojo a la nueva. Me irás a decir que no está para tomar pan y comértelo como loco… venga, qué piensas.
—No tengo por qué responderte.
—Beh —hizo un deje con la mano y enseguida cambiaron de tema, cuando se cansaron de soltar mierda de Hiratani. Kozono también terminó su comida y dejó los platos vacíos sobre la bandeja, que por supuesto, ella no iba a llevar. Se acercó el cuchillo y una manzana y comenzó a pelarla, aunque parte de ella seguía distraída y lo sabía. La mesa del fondo, la más repudiada de todas y donde se solían sentar los fracasados. Allí había ido a parar Kitami sin saberlo, y para más inri, acompañada de Hiratani. Pero estaban hablando. Y hablaban demasiado. Pronto vio una sonrisa, luego dos, y cuando la oyó reírse animadamente, se le escapó el cuchillo.
—¡Kozono! ¿Estás bien…? —Kozono frunció las cejas y bajó la mirada. Se acababa de hacer un buen corte en el pulgar izquierdo. Su dedo sangró inmediatamente—. Será mejor que vayamos a la enfermería…
—Sí, descuida. Voy yo.
—¿Estás segura? —preguntó su amiga. Kozono asintió sin mirarla y se llevó el dedo a la boca, chupando algo de sangre. Pasó por delante de la mesa donde comían esos dos y sus iris castaños se cruzaron con los azules de Reika, que nada más verla dejó de sonreír y apartó la mirada, sintiéndose intimidada.
Enfermería
Junko estaba charlando con el médico que la había estado tratando los últimos días, y justo entonces llamó alguien a la puerta.
—Bien, tú estate tranquila. Si tienes alguna novedad no dudes en contármela.
Junko asintió. Sus resultados seguían limpios, no había novedad alguna. Eso la martirizaba, porque ella sabía que aquello no era posible, alguien tenía que haberle hecho algo. Empezó a pensar en algún tipo de mal de ojo. Suspiró y se quedó sentada en la silla del despacho, cuando oyó al otro lado la voz de Kozono.
—Eso necesitará puntos, es profunda.
El médico dijo aquello y se alertó. ¿Se había hecho daño? Se levantó de la silla y salió a la pequeña consulta que había tras las cortinas. Allí estaba Kozono y el médico, estudiando la herida de su dedo.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Junko, acercándose. Tenía un corte que le atravesaba toda la yema de su largo pulgar, y cuando vio cómo el médico estudiaba la abertura, salió sangre.
—Estaba despistada con el cuchillo, no he podido esconder el cadáver…
Ambos rieron ante el chiste, aunque Junko hasta aquel bobo suceso la preocupaba. Entreabrió los labios para decir algo, lo que fuera… pero no salían las palabras de ella. Y Kozono actuaba como si jamás hubieran tenido nada, no había parado de ignorarla desde que la echó. No quería pensarlo más, porque cuanto más lo pensaba…
—Me marcho ya… si necesitas ayuda con algo, sólo dímelo… —murmuró la peliazul, pero Kozono esta vez ya no le contestó. El médico vio un segundo a Junko irse y ladeó una sonrisa, volviendo la atención enseguida a la anestesia que estaba aplicando para adormecerle el dedo.
—No hace falta verla dos veces para saber lo que te quiere.
Kozono no dejó de mirar su herida, carente de atención.
—Lo sé.
—Escúchame, Kozono —la chica le miró con indiferencia. Aquel licenciado era amigo de la familia. Por descontado también la había visto crecer—. No hagas sufrir a la gente que te quiere tontamente. Aún eres joven. Pero te darás cuenta de que no merece la pena… y cuando les veas felices con otros te molestará porque les has despreciado.
—Hizo algo que me asquea.
—Hay algo raro en todo eso que pasó. Pero aunque lo haya hecho deliberadamente… ¿crees que se merece tu indiferencia?
Kozono nuevamente no respondió. Cuando terminó de desinfectarle y hacerle la sutura, simplemente se marchó.
Salió de la enfermería y sonó la alarma de fin de clases. Había perdido una clase de biología debido a su pequeña cirugía. Se cargó el bolso con cuidado y miró su móvil: hoy no había reuniones con el Consejo. Teóricamente, estaba libre. Y no tenía nada que hacer.
—Eh, Kozono, ¿te vienes a la fiesta? Hay fiesta en mi casa… quieren invitar a la nueva. Si a ti no te interesa, creo que voy a tirarle fichas.
—Esa chica no te hará el menor caso.
—¿Dudas de mi encanto? Además, ahora está dolida. Seguro que no puede parar de pensar en su perrito fallecido… buaaah, buaaaah…
A Kozono y a las demás se les cambió bruscamente la expresión de la cara, y el muchacho se rio al verlas.
—¿Pero qué os pasa de repente? Vaya cara de frígidas, joder…
—Kozono-san. ¿Podemos hablar?
A Makoto casi se le para el corazón al escuchar la voz a sus espaldas. Se giró y vio a Kitami, justamente cuando él estaba diciendo aquella frase tan poco humana. Reika le pilló de lleno en su imitación cuando la vio llorando. Makoto se hizo el tonto y se quitó rápido del medio. Kozono asintió, con una insospechada pero creciente sensación de triunfo al ver que finalmente esa pobretona se dignaba a clamar su atención. Se disgregaron hasta la taquilla mientras la japonesa se imaginaba cómo le haría pagar su resistencia. Pero sus sucios pensamientos tuvieron que frenar repentinamente. Allí frente a la taquilla, Kitami introdujo la combinación y sacó la raqueta que ella le había regalado, aún envuelta en la funda. Se la tendió.
—Toma… no creo que pueda seguir jugando. Voy a dejar el club de tenis.
Kozono se quedó alucinada, pero trató de que no se le notara. Bajó la mirada a la raqueta y no la sujetó. La volvió a mirar a ella, fijamente.
—No voy a tomar mi propio regalo.
—No quiero deberte nada.
La morena se volvió a tomar aquello como un insulto, más grande si cabía, pues estaba rechazando su poder y sus gestos para remarcar que no deseaba estar cerca de ella. Apretó los dientes y contestó manteniendo la calma.
—Quédate la raqueta. Aunque no la uses aquí, supongo que de algo te servirá. —Kitami fue bajando la raqueta y finalmente se la quedó. Tenía los ojos aún algo rojos de haber estado llorando otra vez. Kozono la miró de arriba abajo, incomodándola, pero al final suspiró—. No fue mi intención hacerte daño.
Kitami sintió que se ruborizaba, pero ya no sólo de vergüenza, sino de malestar y enfado.
—Ya.
—Por eso te diré algo más. No te arrimes a Hiratani.
—No necesito tus consejos.
—Pero cómo te atreves… —se le acercó rápido, y Kitami se abrazó más a su raqueta, temerosa. Kozono paró y se contuvo, además, se dio cuenta de que había gente mirándolas disimuladamente. Tenía que mantener las formas. Parpadeó poco a poco y se calmó.
—Sólo venía a decirte eso… m-me marcho ya… —musitó cabizbaja y volvió a cerrar la taquilla. Se cargó apresurada su bolsa y se marchó, dejándola allí. Kozono paseó la mirada por los estudiantes que las habían estado observando disimuladamente y paró en Rie, Saki y Hiroko. Caminó decidida hacia Hiroko.
—Tenemos que hablar.
Hiroko ladeó una sonrisa lo más disimuladamente que pudo y marchó con ella y sus compañeras.
Exterior
—He estado leyendo sobre la magia negra. Dicen que si no está bien realizada se puede volver en tu contra. Que todo lo malo que deseas a otro, supone una pérdida de algo tuyo también. Una especie de sacrificio, ya sea en gran o en pequeña medida.
—Así es —dijo Hiroko, con un claro deje de superioridad ahora que sentía capturada la atención de Kozono. Las otras dos chicas se habían quedado de pie y, cada una al lado de Hiroko, parecían rendirle una especie de obediencia. Kozono las miró a una y a otra y sonrió.
—¿Por qué han venido? Sólo deseaba hablar contigo.
—No nos iremos —se envalentonó Rie—. Y no pienses que vas a pedirnos algo gratuitamente. Estos hechizos son efectivos. Vas a tratarnos muy bien de ahora en adelante si pretendes conseguir un favor.
Hiroko permanecía en silencio, observando a Kozono. Fue Saki la que habló en segundo lugar.
—Además, ¿qué puede hacerle falta a la reina de la Academia? ¿Hm…? ¿No tienes más parejas que romper?
—Huelo tu dolor desde aquí. Ve a terapia —contestó Kozono, sabiendo perfectamente de dónde nacía la rabia de Saki.
—No pienso ayudarla —dijo Saki, cabreada—. Me niego ayudar a una persona tan despreciable.
—Saki, guarda silencio —murmuró Hiroko—. Soy toda oídos… Kozono.
—No es que crea que vaya a funcionar ni mucho menos. Todas estas cosas me parecen ridículas. Sólo tenía curiosidad por cómo funcionan los amarres.
Las chicas se quedaron calladas; Rie y Saki se miraron dudosas. Hiroko ladeó una sonrisa y respondió con la misma condescendencia que Kozono solía responder a los demás.
—Son hechizos potentes si saben hacerse. Pero no esperarás que te lo dé… sin nada a cambio, ¿no? Como bien has leído.
Kozono asintió y sacó de su bolso su billetera. A Rie casi se le salen los ojos de las órbitas al ver, entre aquellas solapas de cuero, los fajos que llevaba encima. Ya se estaba imaginando la de buffets que se iba a pegar… cuando Hiroko la detuvo.
—El dinero está muy bien —comentó Saki, molesta con Hiroko—. Está bien que pague.
Kozono las miró, esperando que se decidieran.
—Primero quiero que nos des el permiso firmado para usar las aulas subterráneas de la Academia. Sé que son las más amplias. Y las necesitaremos para llevar a cabo nuestros rituales.
—Hecho —dijo, sin pestañear. Hiroko sonrió. Kozono dejó un fajo de 50.000 yenes japoneses—. ¿Así está bien, Rie…?
Rie hizo un esfuerzo por no saltar de alegría. Ella, a diferencia de Saki y de Hiroko, era becada. Cogió el fajo completo, aunque empezó a pelearse en broma con Saki, que también quería un poco. Hiroko les dio un grito y ambas se quedaron quietas, sacándose la lengua.
—¿A quién quieres hacerle el amarre?
—Preferiría hacerlo por mi cuenta. No me fio de lo que pone en internet, parecen bobadas.
—Lo son. Y son realizados por personas aficionadas. El amarre lo realizaré yo.
—Entonces no acepto.
—No tienes opción —murmuró Hiroko con una sonrisa—. Para dejártelo hacer sola tendría que prestarte el libro, y no me fio de ti. Si quieres el amarre, tendrás que venir conmigo y seguir mis instrucciones.
A Kozono no le gustaba un pelo sentirse en inferioridad. Todas ellas le parecían campesinas, o bobas sin cultura. Hiroko tenía más carácter, pero seguía siendo un ser inferior. Sonrió.
—La que no tiene opción eres tú. ¿Quieres el aula? ¿O no?
Rie apretó la mandíbula, iracunda. Pero no dijo nada. Hiroko mantuvo la calma.
—¿Cuál es el problema? ¿No quieres decirme que quieres un amarre hacia Reika Kitami?
Kozono dejó de sonreír y la miró callada a los ojos, sin expresión alguna. Ni buena ni mala.
—Te pagaré por el libro —musitó, al cabo.
—No está a la venta. Bueno, Kozono… estoy aburriéndome de esta conversación…
Kozono se encogió de hombros.
—También puedo apropiarme del libro sin tu consentimiento. Puedo hacer lo que quiera, sin el consentimiento de nadie.
Saki se cruzó de brazos despacio, seriamente. Sabía de la fama de los Kozono por el país. Aunque la familia del director intentaba no dar pie a habladurías, era información que se conocía y temía. Todo el poder en Japón siempre tenía un lado oscuro. Hiroko le respondió calmadamente.
—Puedes intentarlo. Pero me acuerdo de muchos de los hechizos. Y no creo que quieras terminar masturbándote desnuda en la cancha de baloncesto de la Academia más influyente de la región, ¿no…?
Kozono perdió fuerza en la mirada. Junko. Sus ojos fueron a parar inmediatamente a Rie y Saki, que se tapaban la boca para no explotar a carcajadas. Cuando miró a Hiroko, se le hizo maligna.
—¿¡Has… tú has…!?
—No responderé a ninguna de tus preguntas.
Kozono entonces bajó la mirada al libro, pero ya no como si mirara un objeto sin valor. Sabía que tenía que haber algo más. Sabía que si nadie había tratado de drogarla, algo extraño había ocurrido. Hasta el médico lo dejó caer en la enfermería. Tenía que hacer uso de aquel libro y ver hasta dónde podía llegar con él. Si de verdad era capaz de cambiar la voluntad de la gente… podría hacer lo que quisiera, no sólo con Kitami. Con cualquiera. Podía dominar el mundo… podía…
—Kozono. ¿Sigues ahí?
Kozono tragó saliva, se había puesto sedienta. Miró a Hiroko lentamente y asintió.
—Quiero hacerle el amarre a Reika Kitami —concedió con sinceridad. Hiroko sonrió.
—Realmente eres una chica despreciable —murmuró ladeando la cabeza, como si la estudiara—, y estás destinada a ser una mujer despreciable.
—¿También tengo que pagar por oír tu opinión?
—Sólo te advierto; todo lo que desees para ti modificando la voluntad de una persona, especialmente cuando es una persona con tanta bondad, se te quitará de otra manera.
—¿De qué manera?
—Depende de tus propias intenciones. El mal es capaz de ver dentro de ti en cuanto le dejas entrar. Y a él no puedes engañarle.
—No estoy haciendo nada malo. Porque sé que a ella también le gusto. Pero he sido un poco brusca, y ahora se niega a aceptar nada.
Hiroko se acariciaba su propio cuello, sonriendo mientras negaba con la cabeza.
—En fin. Cuando firmemos la cesión del aula a nuestros nombres y sea oficial, prepararemos el amarre. Pero si quieres que sea más intensa y rápida la efectividad, tendrías que mínimo haber tenido algún contacto físico con ella. Un contacto consentido y amoroso también por su parte. También traerme un objeto personal que use a diario.
¿Amoroso? Sólo quiero follármela…
Kozono asintió y se levantó de la silla al mismo tiempo que Hiroko. Cuando se acercaron, Hiroko agarró rápido el libro al sentir que la morena trataba de tomarlo. Ésta separó la mano, suavemente.
—Sólo quería verlo.
Hiroko captó en su mirada algo, algo oscuro. Algo que le heló la sangre. El libro también la estaba cambiando a ella misma, eso lo sabía. En una de las infinitas tardes en que se pasaba traduciendo sus párrafos antiguos, descubrió que había personas que eran recipientes de sentimientos tan malignos, que conectarían mejor con el libro. Eran seres humanos diferentes al patrón normal, humanos que una vez conocieron el alcance de su propio poder y renegaban de todo lo demás. El libro buscaba a gente así. Su escritor, un monje francés, buscaba conectar su alma con la de personas de ese patrón para servírselas a Satán. No que las matara, sino que las usara como instrumento para distribuir su oscuridad. Todo aquello era perturbador, y Hiroko sabía que tenía que tener un límite con aquello si no quería ser absorbida por la maldad de todas las personas que alguna vez vendieron su alma al diablo. Sus resquicios pululaban por aquel libro. Hiroko se lo entregó a Rie rápido y cogió su abrigo.
—Cuando tengas lo que te he pedido ponte en contacto conmigo.
Cuando se separaron, las chicas volvieron al aula. Hoy les tocaba limpiar a ellas.
Un rato después
—No la quiero ayudar. ¿No podemos hacerle un engañabobos? —preguntó Rie.
—No. Haremos el amarre, pero… —miró a la puerta, pensativa—. Yo no soy como ella. Cuando pase un tiempo, trataré de revertirlo.
—¿Crees que podrás?
—Sí.
—Pero entonces se enfadará.
—No sabrá qué ha pasado. Además, parece que todavía no la conoces —se apoyó en la puerta y se cruzó de brazos—. Mira a Junko. No es su primera víctima, pero le gusta llevar sus ligues en secreto aunque luego todo el mundo sospeche. Junko no es la primera idiota que acaba llorando por las esquinas después de haber dejado que Kozono haga lo que quiera. Al final acaba tirándolas a todas a la basura cuando se aburre de ellas o cuando le gusta otra.
Rie asintió, suspirando. Saki intervino con la voz enfadada, barriendo a desgana.
—Como si no supiésemos cómo es. A mí me da pena esa chica.
—Señoritas, a mí también me da pena. Pero Kozono sólo quiere follársela un par de veces y luego la dejará en paz.
—Ya. Pero ella no quiere.
—Estamos por encima de esas cosas ahora mismo. Hicimos un juramento al empezar con todo esto. Así que… vamos a centrarnos.
Las dos asintieron y siguieron limpiando.
Exterior
Kozono vio, en lo que se acercaba a su coche, algo que volvió a molestarla. Hiratani estaba hablando con Kitami a solas, justo en el lugar donde debería estar el cachorro que ya había muerto. Kozono trató de seguir su camino pero se dio cuenta de que aquel sentimiento empezaba a corroerla. No estaba acostumbrada a sentir celos y le estaba jodiendo la paciencia. Miró alrededor. Por suerte, casi todos los alumnos se habían ya marchado a sus casas. El chófer le llamó la atención.
—¿Todo bien, señorita?
—Sí. Pero no se marche aún, esconda el coche por allí.
El hombre le cerró la puerta y una vez en su asiento, la miró por el retrovisor mientras la chica se acomodaba y observaba fuera. Tenía los ojos inyectados en la ventanilla, miraba algo con mucho ahínco. Según alejaba y posicionaba el coche alargado donde le había dicho, ella seguía girando la cara hacia el mismo punto.
—¿Se encuentra bien, señorita?
Kozono no respondió. Seguía observándoles. Vio que ella lloraba de nuevo y él la abrazaba.
¿Por eso me rechazaba… le gustan los hombres…? ¿O es que sigue así por el maldito perro sarnoso?
Pronto se respondió sola, pues la rubia comenzaba a señalar el lugar donde se había encontrado al perrito, y hacía señas describiendo su tamaño. Se dieron un último abrazo y sus caminos se separaron.
Asqueroso hijo de puta… te voy a matar.
Dijo su mente, su corazón empezó a latir más deprisa al ver que se acercaba a la zona donde la corta limusina estaba aparcada. Iba encorvado y cabizbajo, como el buen insecto que representaba ser para ella.
—Hiratani-kun.
Hiratani se asustó al oír una voz repentina. Cuando se fijó, Kozono estaba en su glamuroso vehículo. Estaba bajando la ventanilla para dirigirse a él, cosa que le martirizó y le alegró a partes iguales. Se puso tan nervioso que ni siquiera se le ocurrió sospechar qué hacía allí.
—Ah-ah… ¿K-Kozono…?
—Pareces agitado —dijo con dulzura, sonriendo un poco—. ¿Estás bien?
—Ah… eh… ah… —al chico le costaba hablar. Se rascaba la nuca con rapidez, gesto que asqueó internamente a Kozono, le recordó a un perro rascándose con la pata.
—¿Sabes qué le ocurre a Kitami-san? Me dijo que quería dejar el club de tenis…
—Ah… eso… es… es que… ella…
—Bájese, por favor. Le doy permiso —murmuró de repente al chófer, que se bajó sin rechistar y se apartó, encendiéndose un cigarrillo. —Ven, Hiratani-kun. Aquí conmigo, quiero pedirte algo.
Hiratani se puso rojo como un tomate. Ella se hizo a un lado para dejarle sitio. El chico entró y se sentó a su lado, el olor de Kozono entró por sus fosas y se inquietó más todavía. Era su olor, mezclado con el aroma que se solía poner en el cuello. Casi temblaba por los nervios. Además, no estaba acostumbrado a semejante lujo.
—¿Qué necesitas?
—No me has respondido. ¿Está bien Kitami-san? Estoy preocupada por ella.
El rostro de Hiratani volvió a ponerse tenso, había algo con ese tema que le impedía hablar. Kozono le analizaba con la mirada, mirándole de arriba abajo. Aquel chico le parecía un retrasado mental.
—Dice… ella… que tú la incomodas. Que eres muy guapa… y que quizá se habría fijado en ti si no hubieras sido tan lanzada. Dice que no se sintió respetada y que la… la última vez le hiciste daño.
Kozono reparó profundo en aquellas palabras.
—¿Que le hice daño cómo?
Hiratani se encogió de hombros.
—N-no ha querido hablarlo… pero está triste también por lo del perro, dice que le echa de menos. Y que esos dos temas la están haciendo pensar en empezar a trabajar e irse de la Academia. Le cuesta mucho animarse a estudiar. Así que le he ofrecido algo de ayuda.
Kozono se le quedó mirando. Él se volvió a poner nervioso. Al cabo de un rato, ella asintió y se humedeció los labios.
—Yo no le he hecho ningún daño a Kitami, Hiratani. La he intentado ayudar desde que puso un pie en la Academia.
—Yo l-lo-lo-los… lo sé… —se le trababa la lengua constantemente. Kozono se estiró sobre su cuerpo para abrirle la puerta. Él sintió el roce de sus pechos sobre sus rodillas y cerró los ojos, suspirando.
—Bueno. Haré algo más por ella —murmuró sentándose de nuevo—. Ya puedes irte.
—¿Te… te ayudé…?
—Ya puedes irte. Fuera.
El cambio de tono le pilló desprevenido. No tardó en salir y voltearse a mirarla. El chófer regresó y abrió la puerta. Hiratani se alejó con las manos en los bolsillos y miró hacia atrás, pero ella ya había elevado la ventanilla y el coche partió.
—Dígale a mi padre que quiero otro coche a partir de mañana. No venga a buscarme más con éste.
—¿Y eso, señorita? —la miró a través del retrovisor, pero entonces observó que los enormes ojos marrones de Kozono le miraban a él.
—Usted sólo obedezca.
El hombre asintió y no medió más palabra.
Nami observó de reojo la parte de los asientos donde él había estado sentado. Ordenaría cambiar hasta la tapicería si hacía falta.